viernes, 25 de diciembre de 2009

El Hombre de Traje Rojo.

Los nervios me exasperan como nunca antes. La ansiedad me está matando. Una nueva Navidad está por venir. Pronto tendré que ponerme el traje rojo. Los niños esperan mi llegada y no los puedo defraudar. Sin embargo, los adultos impiden que les dé los regalos deseados. Las pastillas quieren hacerme olvidar quién era yo, o mejor dicho, quién sigo siendo. Una nueva Navidad está por venir y las paredes acolchadas me separan del mundo.

Todo empezó cuando me di cuenta que mi hijo no recibía regalos de Navidad. En principio le dije que al parecer no hizo suficientes actos buenos para que Papá Noel se acordara de él. Luego entendí que me equivoqué, mi hijo sí había hecho actos buenos: buenas notas en el colegio, siempre presente los domingos en la iglesia, y si algún anciano necesitaba ayuda para cruzar la calle, él estaba para socorrerlo. Entonces comencé a sospechar que Santa había muerto. Me enteré que muchos padres lo imitaban para que sus hijos no se desilusionaran y así mantener vivo el espíritu navideño. Copié el ejemplo y nunca más mi hijo se quedó sin un regalo.

Al pasar las Navidades, las emociones que recorrían mi cuerpo ya no eran las mismas. Ya no me alcanzaba con ver feliz a mi hijo, tenía que esforzarme un poco más. Cada vez que me ponía el traje rojo me sentía como si fuera el verdadero, así que en una Navidad recorrí el vecindario golpeando puerta por puerta, dando regalos. A muchas casas llegué tarde dado que no podía estar en varios lugares a la vez, perdiéndose el encanto de regalar a la medianoche. Esa fue una frustración que me motivo a entrenar mi cuerpo a fin de efectivizar mis tiempos. Un año de entrenamiento que mucho no me sirvió, porque la mayoría de los padres no creían en mí, y por no abrirme las puertas, dejaron sin regalos a muchos niños. Entonces decidí cambiar mi estrategia con respecto a dar un aviso previo, pero por buscar la sorpresa me encontré con el pánico.

Recuerdo muy bien los gritos de las madres, que aún retumban en mis tímpanos. Yo irrumpía en las casas para dar regalos, no para robar. Sin embargo, los hombres de azul no entendieron lo mismo. Me confundieron con un ladrón y me esposaron. Luego, gracias al señor del delantal blanco, conocí las pastillas, que por cierto eran muy coloridas y feas de sabor. Como no las quería, el hombre del delantal blanco se fue, y vino otro con un gran mameluco celeste que me obligaba a quererlas.

Así transcurrieron los días en este aislado cuarto, alejado de los niños, sobre todo de mi hijo. Un día me dijo el señor del delantal blanco: “Dada tu condición perdiste la custodia de tu hijo”. Yo nunca custodié a mi hijo, yo nunca lo vigilé, simplemente lo amé. ¿Por qué los adultos me separan de mi hijo? Lo extraño demasiado, quiero tenerlo cerca de mí. La nostalgia de su flequillo colorado y sus hoyuelos me enloquece. Lloro todas las noches y su ausencia despedaza mi corazón. Una vez hice un berrinche tan grande que el señor del delantal blanco procedió a presentarme otras pastillas de su repertorio. Me dijo que si las tomaba mis lamentos desaparecerían. No pasó nada, pero me hice el tonto y me tranquilicé. Si continuaba con esta actitud, vendrían los pinchazos. A un compañero lo pincharon tanto que dejó de hablar. Sólo abría la boca dejando caer hilos de saliva. Yo no quería quedar así, a pesar que las pastillas lograron dejar algunas lagunas blancas en mi memoria. Tal efecto estremecedor consiguió que perdiera la noción del tiempo, hasta que olvidé la fecha de la última vez que vi a mi hijo. De cualquier manera, debe haber pasado mucho tiempo; ahora mi cuerpo está viejo y arrugado.

Reitero: la ansiedad me está matando. Sabía que pasada la medianoche una nueva Navidad se celebraría. Ésta sería como las de antes. Tengo el traje rojo en mis manos otra vez; eso me da razón suficiente para creer. Por eso estoy un poco inquieto, pronto tendré que ponérmelo. No sé por qué el señor del delantal blanco me lo dio, si hasta parecía enojado. No importa, soy yo nuevamente. Sin embargo faltan los regalos.

No es un detalle sin importancia: ¿Cómo demostraría ser quién soy sin los regalos? ¿Cómo animaría la fiesta con las manos vacías? ¿Cómo? Sin que nadie me responda, con tristeza me pongo el traje rojo.

Soy un fracaso. Tan cerca estaba, pero ahora vaticino una Navidad sin regalos, sin magia. Ni siquiera un pan dulce para compartir. Me siento abatido y sólo una brisa es capaz de despertar la esperanza.

Una corriente fugaz proveniente del exterior de mi cuarto me vitalizó. Otra vez la puerta de mi cuarto se abrió, y me dieron una bolsa llena de postales navideñas y algún que otro pulóver tejido a mano por alguna abuela. No son los mismos regalos que acostumbraba obsequiar, pero sirven. Peor es nada.

Dejan la puerta abierta. Salgo del cuarto. Mis compañeros están reunidos alrededor de un austero árbol navideño. Veo sólo rostros sintéticos, sin vida, que juntos comparten la soledad. Pero el ambiente no me deprime y pienso en positivo. “¡Feliz Navidad!”. Entonces volví... volvieron... volvimos. Sonrisas por regalos es el intercambio. Comprobé que los verdaderos locos están afuera; aquí hay muchas personas buenas, que creen en mí y que están dispuestas a festejar la Navidad.

Sobre todo una a quien no veía hacía bastante tiempo, y que ahora se me presentaba con una apariencia diferente pero reconocible. Su flequillo colorado había desaparecido, se lo notaba más maduro, pero sus hoyuelos se podían distinguirse a pesar de su barba. Mi hijo es el artífice de este maravilloso presente navideño.

Esta noche cada uno tiene su regalo. Yo también tengo uno, el mejor de todos: el abrazo con mi hijo al que tanto extrañé.

No se confundan, el verdadero regalo es siempre la acción y el sujeto, nunca el objeto.

¡Feliz Navidad!

domingo, 20 de diciembre de 2009

Anabela Ascar entrevista al gorila esritor.

El Pianista: El dedo no daba en la tecla. Tenía un piano y no sabía como tocarlo. Me sentía pequeño. El silencio impaciento al público y cuando todo empezó a girar, recordé la partitura que nadie se cansaba de escuchar. Por más que lo intentara, por más cuerda me dieran, la frustración de no poder cambiar la melodía me arrebataba la vida.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Desidia.


El timbre impertinente del teléfono separó la mano de Graciela de la humeante taza de té. Provenía del comedor y el sólo hecho de cruzar el pasillo la fastidiaba. Entre el llamado y ella, se interponía un campo minado de crayones, marcadores y cartulinas. Tomás, abstraído por su imaginación, no notó la presencia de su madre que buscaba sortear los obstáculos. Sin aminorar la marcha, en el instante que pasó a su costado, lo retó ligeramente por no jugar en su cuarto. El instante fue tan fugaz que apenas advirtió que Tomás tenía un marcador que sangraba tinta azul en su boca. Pero, insistente el teléfono, se apoderaba de sus sentidos y en consecuencia de sus preocupaciones. Eran los de la compañía telefónica para informarle que le cortarían momentáneamente la línea por unos arreglos. Esbozó un improperio. Al regresar encontró el pasillo vacio. Tomás la había obedecido. Ahora era la televisión quien le hablaba. Una mujer en dos dimensiones batía una masa blanca pegajosa, con una sonrisa que nacía de una oreja y terminaba en la otra. Era una sonrisa contagiosa, una que sólo podía sintonizar buenas vibraciones. Entonces, ya relajada y sonriendo alzó la taza de té sin apartar la vista de la pantalla. Sin embargo, antes que pudiera probar el té, su nariz encontró un objeto extraño en el interior de la taza. Se trataba de un ahogado marcador sin capuchón. _ ¡Tomas! Gritó desencajada. Con el marcador en la mano emprendió rumbo al cuarto de su hijo. La puerta entreabierta le enseñó todo el panorama. Una reacción química paralizó sus ojos, el temor la arrodilló cerca de él. El rostro de Tomas estaba azul y no por la tinta sino por asfixia. La ausencia del capuchón en el marcador ensambló el rompecabezas. Un pedazo de plástico atorado en su garganta estaba arrebatándoles simultáneamente la vida de los dos poco a poco. Convulsionada, levantó a su hijo como si fuera una pluma y lo cargó hasta el comedor. Sin desprenderse de él, levantó el tubo del teléfono para llamar a emergencias pero la línea ya estaba muerta.

viernes, 25 de septiembre de 2009

La Fuga del Tiempo

El tiempo marca nuestras vidas, gobierna nuestra ansiedad. Vivimos condicionados por él. Un minuto puede ser la delgada línea de una llegada tarde al trabajo. Un segundo puede ser determinante para cambiar un resultado en un deporte. El tiempo es un señalador en un libro. Él es nuestro reflejo en un espejo. Sin él no podemos desarrollar nuestros sentidos. Sí él no existiera, el hambre no sería una preocupación. El tiempo nos regala momentos felices que recordar y nos castiga con momentos tristes que no podemos olvidar.
El tiempo nos da espacio para pensar: ¿El tiempo envejece junto con nosotros? ¿El tiempo se detiene cuando morimos? ¿Existe la muerte sin un cuerpo? El tiempo siempre está presente y no hay religión en el mundo que le rinda culto.
"La Fuga del Tiempo" esta compuesto por cuatro narraciones donde el tiempo es el protagonista y el hombre la víctima. El tiempo se escapa. ¿Qué hará el hombre sin él?

Días tristes. Días alegres: Una isla donde el tiempo no transcurre, con un habitante que no recuerda ni su nombre, le dará la bienvenida a un millonario perdido entre sus indecisiones de volver o no al mundo materialista del que había huido.
Tan sólo unos días de convivencia con aquel habitante cambiará para siempre el destino de Michael Saravakos, arrastrando, quizás, consigo el de la humanidad.
Eternamente Joven: Aislada durante décadas la isla Devoción decidió abrir sus fronteras. Un reportero llevará la difícil tarea de investigar que misterios esconde.
El Cuarto: Nueve personas encerradas en un cuarto. Ninguna ventana, ninguna puerta, ninguna escapatoria. Solamente una mesa, dos velas encendidas y un reloj detenido a las tres horas, cincuenta y tres minutos.
El divorcio entre los vivos y los muertos: ¿Qué sucedería si los cuerpos sin vida desaparecen?


sábado, 19 de septiembre de 2009

La Novia.


Marina contenta se colocaba los aretes mientras pensaba repetir el fantástico paseo que vivió con Ramiro el fin de semana pasado. Imaginaba a Ramiro ayudándola a empujar el cochecito de su hija María Mercedes a través del zoológico y agotando la memoria de la cámara digital exclusivamente con ellos tres. Planeaba también comer bizcochos y jugar al bingo en la kermés vecinal hasta el anochecer. Luego de acostar a María Mercedes, sorprendería a Ramiro llevándolo de la mano a la peña como si fueran dos adolescentes. Marina siempre quiso formar una familia y Ramiro era su oportunidad. “Tan sólo te vi una vez y caí perdidamente en tus brazos”.
Tanto fantaseó que ya era la hora, pero el retraso inesperado de Ramiro le dio más tiempo en preguntarse qué pollera vestir: la larga que le llegaba hasta los tobillos o la corta que le llegaba hasta las rodillas. “Creo que me conviene usar la corta, pero la larga combina con el conjuntito rosa que tiene María Mercedes. Mejor me pongo la larga.”
Ansiosa, miró la hora: Ramiro llevaba más de media hora de retraso. Lo llamó al celular pero nadie contestó. No se resignó y probó varias veces más. No había respuesta. “Debe estar viajando en el subte y seguro que no tiene señal”. Sin saber que hacer, volvió a pintarse los labios.
Pasó una hora y Ramiro no llegaba. Por otro lado el celular de Ramiro no respondía. Angustiada, consultó al subte sí la líneas funcionaban con normalidad y la respuesta tranquilizadora de la operadora la alteró más. “Pero no puede ser, la línea H debe estar interrumpida”.
Los nervios crispados de Marina alteraron el sueño de María Mercedes. El llanto demandaba atención, pero Marina estaba muy ocupada con la computadora, navegando en Internet, buscando un teléfono alternativo en el perfil de Ramiro en el sitio “Nunca más sola”. No lo encontró. Ramiro la había eliminado de sus amistades.
La traición presionaba con fuerza su pecho. Desconsolada y sorda al llanto de María Mercedes, fue por el teléfono y marcó de memoria el teléfono del instituto de inseminación artificial. La operadora cortó la comunicación al reconocer su voz. Furiosa, sin saber la identidad del padre de María Mercedes, levantó bruscamente el teléfono, pero antes de arrojarlo contra el piso, respiró hondo y lo colocó suavemente en la mesa. Con sus ojos inundados de lágrimas, recordó que era madre y fue a ver como estaba María Mercedes.

martes, 15 de septiembre de 2009

Gloria

Dirían afectuosamente en otro pueblo que Gloria era una abuela sin nietos. Dirían porque no la conocen. A Gloria en el pueblo dónde vive la llaman bruja. La odian. Un odio que no se manifiesta, el insulto siempre se atora en la garganta del pueblo. El respeto a una persona mayor los silencia. Por eso los encargados se abstienen de mojar con la manguera a su perro pekinés que felizmente ella pasea sin cadenas. ¡Cuanto ama Gloria a su perro! Y claro, en el pueblo no tiene amigas, las demás abuelas todavía le tienen envidia por aquella belleza que la llevó al trono del concurso; tampoco tiene familiares cercanos, sus sobrinos están todos en el exterior, todos exitosos y qué alegremente los evoca cuando brinda sola por alguna festividad. Sí, brinda en soledad, después de todo el pueblo la odia.
El sacerdote también la odia, y una vez reveló una confesión de ella a las monjas y éstas no se demoraron en agravar y difundir su pecado frente al resto de los fieles. Y allí estaba recibiendo el cuerpo de Cristo de manos de un cura que intentaba ocultar una sonrisa cómplice que compartía con el pueblo que espera su turno de animarse y expresar su odio. Tanto odio se respiraba que una noche secuestraron a su padre.
No hay día que falten flores y laureles sobre la tumba de José, pero a los criminales no les importó que estuviera muerto, sabían que ella pagaría una fortuna por recuperar a su padre. Y si los agarraban, ¿cuál era la pena por profanar una tumba? Seguramente al amanecer estarían libres. Cometido el delito: la policía de oficio los capturó y la justicia de oficio los liberó. La policía no sabía que se trataba de su padre, sino los hubieran dejado escapar y pedir rescate. Los oficiales estaban cansados de recibir llamados por parte de “la vieja neurótica” como así la llamaban.
Como directora retirada, fue invitada con cierta reticencia por su antiguo colegio para celebrar el acto del día de la independencia, que justo coincidía con el día de su cumpleaños. Los padres que acompañaban a sus hijos se lamentaban de haber asistido, ahora se sentían otra vez alumnos de aquella malvada y exigente directora que a más de uno hizo repetir “O juremos con Gloria morir; o juremos con Gloria morir”.

sábado, 8 de agosto de 2009

Mi Historia.

Calculo que mi historia empezó a escribirse quince años atrás, cuando mi madre me dio a luz en la república del Congo o en Camerún o quizás Gabón, no sabría especificar cuál es mi país natal. Mis padres no registraron la fecha de mi nacimiento, es más, nosotros nunca recordamos fechas festivas, no nos aferrarnos a ilusiones porque un nuevo año comienza, como tampoco nos reunimos para compartir la nostalgia o rendir obediencia a personas que no podemos ver, atribuyéndoles poderes absolutos. Nos reducimos a respirar el presente. Nos acomodamos, exclusivamente, al lugar que nos corresponde, convirtiéndonos en devotos admiradores de la naturaleza, disfrutamos sus alimentos y reposamos en sus reconfortantes árboles.
Lamentablemente aquella vida fue distorsionada por la imprudencia de ustedes. Mi corta edad no fue obstáculo para recordar mi primer contacto con el hombre. Eran dos. En el primer instante me asusté, pensé que eran camaleones ya que poseían una piel de distintos colores, fácil de reemplazar por otras. Años más tarde, me enteré que no se trataba de su piel, sino de vestimentas que usaban para abrigarse, protegiéndose de los mosquitos y escondiendo, por vergüenza, las partes destinadas a la reproducción. ¿Vergüenza? Todavía intento en vano experimentar aquel síntoma. En fin, aquellas dos personas, se acercaron con el fin de observarme. En ningún momento quisieron lastimarme. Ni a mis padres, ni a mis tíos, ni a mis primos les molestó su presencia, así que a mí tampoco. De sus bocas emanaban sonidos armoniosos. Al cabo de un rato, comencé a entenderlos, deduciendo que aquellos sonidos no eran otra cosa que un lenguaje, que por cierto, era más complejo que el nuestro. A medida que pasaba más tiempo con ellos, todas mis dudas mutaron en conocimientos.
Fueron diecinueve días y diecinueve noches, que estuvieron con nosotros, por lo menos sus registros lo indican así. Al vigésimo día otros hombres nos visitaron. A diferencia de los anteriores, eran oscuros y cargaban en sus brazos ramas que escupían fuego. A pesar de que eran muy ruidosas, a mí no me atemorizaron. Quería saber qué significaba aquel destello discontinuo que ahuyentaba a toda mi familia. Algunos escaparon de forma tan apresurada que tropezaron fuertemente sin conseguir levantarse. Otros treparon a los árboles buscando que el cielo los ampare, pero fue la tierra la que toleró los sucesivos golpes de sus caídas. Por mi parte permanecía inmóvil, contemplando cómo mi familia enloquecía y cómo los dos seres humanos que nos observaron por tantos días, de repente dejaron de hacerlo. Decidieron imitarnos, acostándose en la tierra.
Mis sentidos parecían estar ausentes, recién cobraron vida cuando vi a mi madre sacudirse. Fui hacia ella, que yacía boca arriba. Sus párpados continuaban abiertos, pero sus ojos no me miraban. Sus brazos, que estaban extendidos con las palmas de sus manos bien abiertas, no buscaron un abrazo como acostumbraban hacerlo. Ya no advertía más aquella vibración que tan seguro me hacía sentir cuando ella me aprisionaba contra su pecho. En ese momento era muy chico para entender que era lo que había pasado, pero tengo la certeza que segundos antes de que mi padre me alzara, alejándome de ella y de aquellas malvadas ramas, sentí que su presencia solamente estaría en mis recuerdos. Sentí que por más que mi padre me pusiera a salvo, nunca encontraría refugio.
Finalmente varios de nosotros logramos escapar, pero no por nuestras virtudes, sino porque las ramas se cansaron de escupir tanto fuego y porque los hombres parecían estar satisfechos con la hazaña.
A los dos días volvimos allí. Aquel era nuestro lugar, nuestro hogar, que tan cómodos nos hacía sentir. Misteriosamente mi madre, junto a varios de mis tíos y primos, desapareció. También los dos humanos. Solamente hallé lo que uno de ellos cargaba en su espalda. Adentro de eso había muchos objetos novedosos para mí que me entretuvieron un largo rato: un objeto chato que reflejaba mi rostro del mismo modo que lo hacía el agua, algunas ropas, que en ese entonces creía que eran sus pieles, imágenes mías y de mis familiares adheridas en hojas sin forma y acompañadas de otras imágenes vacías pero repletas de dibujos diminutos que se repetían en forma desordenada pero sin que una se encime sobre otra. En fin, muchas cosas las cuales llegué a entender varios años después en mi cautiverio.
Los siguientes años no fueron otra cosa que revivir aquel día nefasto de mi vida. Las malvadas ramas diezmaron mi familia. Además era dificultoso hallar un lugar propicio para vivir ya que los árboles también desaparecían. Ni en los momentos de tranquilidad conseguía paz. Tenía un defecto físico que me marginaba de mis “hermanos”. Mis brazos eran tan largos como mis piernas y mi postura era mucho más erguida que la de ellos. Casi no precisaba usar mis nudillos como apoyo para desplazarme. Eso me hacía lento y débil comparado con mis hermanos. Estos rasgos se evidenciaron durante mi adolescencia. Por eso muchos comenzaron a ignorarme en los cotidianos escapes de los hombres oscuros o porque no poseía las fuerzas necesarias para trepar hasta lo más alto de un árbol. Inclusive mi padre, que por tanto tiempo me había protegido, optó por la misma e injusta postura. No tenía a nadie que me acicalara la espalda. Nadie con quien columpiarme. Por más que intentara acercarme a ellos, sólo conseguía que se mortifiquen más por mí. Únicamente los recuerdos felices de mi madre eran el aliciente para afrontar el destierro que por dentro sentía.
Sin la protección de mi padre, todos pensaron que mi destino estaba escrito. Que los hombres oscuros me llevarían consigo. Sin embargo, me las ingeniaba para escapar, despertando así el orgullo de mi padre porque a pesar de mis defectos físicos, siempre lograba salir adelante, encontrando el atajo adecuado. Mi inteligencia compensaba mis problemas. Por eso volvió a mi lado, para que partiera las cañas de azúcar que él no podía quebrar. Mi padre creía que si mi familia me seguía cuando las ramas escupieran fuego, todos lograríamos escapar. Si yo que tenía defectos físicos conseguía escapar, cómo no lo harían los demás.
Al principio tuvo razón, yo no los defraude. Él se había encargado de convencer al resto que me siguiera. Entonces anticipé las huellas que iban a imprimir los hombres en la tierra. Adiviné sus corazonadas. Por años mantuve a mi grupo vivo. Sólo el Dios del que hablan los hombres, decidía quién vivía y quién no. Comenzaron aceptarme con mis defectos y mis virtudes, aunque lo más importante fue que yo empecé aceptarme a mí mismo. Los defectos los transformé en virtudes perdurando como tales hasta que me convertí en adulto. Cansado de escapar, creía que tenía la suficiente madurez para afrontar la situación que nos venía hostigando desde que tengo memoria.
Había decidido que yo daría las órdenes, manteniéndome alejado del combate. No porque fuera débil comparado con mis hermanos, ya que eso no me privaba de la capacidad de doblegar a cualquier hombre, sino porque no quería mancharme las manos con sangre. No obstante, me equivoqué terriblemente. Al haber comandado los ataques, me ensucié hasta el cuello con sangre, pero mi cabeza se mantuvo limpia como castigo: mis ojos se horrorizaron al ver cómo mis hermanos morían, dejando en mis oídos, gemidos desgarradores.
El inicio de la emboscada fue exitoso, rápidamente redujimos a los hombres oscuros. La naturaleza nos brindó el ambiente ideal. Nos ocultamos tanto que ni siquiera nosotros alcanzábamos a vislumbrarlos, aunque nuestro olfato marcaba la diferencia, presintiendo el miedo que se les escurría por sus mejillas. Además, nuestra sensible audición percibió como sus indecisos y temerosos pasos los delataban. Los depredadores pasaron a ser los depredados. Gozábamos la victoria golpeando nuestros pechos con los puños. Algunos escaparon, porque nosotros tuvimos piedad cuando clamaron por sus vidas. El terror que se dibujó en sus rostros me enseñó que el acto de arrodillarse juntando las manos a la altura de la cabeza, era un acto de súplica. Ese fue un error imperdonable. Nunca debimos dejarlos en libertad. Volvieron con más hombres, algunos blancos, semejantes a los que conocí antes de que mi madre fuese un recuerdo. Poseían más que malvadas ramas. Traían otros artefactos que yo no conocía. Inclusive había algunos que eran tan grandes que los llevaban tanto por tierra como por aire. A los afortunados, entre los cuales estuvimos mi padre y yo, nos capturó una telaraña gigante que nos elevó por encima de los árboles, alejándonos por siempre de nuestro hogar.
Todos nosotros, vivos y muertos, terminamos en un lugar donde habitaban más hombres. Nos metieron en una cueva que la sellaron con una fila de dientes lo suficientemente largos para que no pudiésemos escapar. Parecía ser una boca gigante que nos masticaba lentamente. Antes del anochecer se acercaron cinco hombres. Tres cargaban en sus brazos una rama y en sus cinturas una liana que sujetaba otra rama, pero estas a diferencia de las otras que eran ruidosas y opacas, eran silenciosas y brillantes. Dos hombres no paraban de intercambiar palabras, que lamentablemente yo no entendía. Suponía que discutían qué hacer con nosotros. Parecían estar en desacuerdo, hasta que uno calló, concediéndole la razón al otro, que con un solo gesto ordenó a las ramas que nos apuntaran. Sabía que iban a rugir y que la muerte era nuestro próximo destino. Tenía que evitarlo. Por eso me aproximé hasta los dientes que nos separaban de ellos, suplicando por mi vida y por la de mi familia de idéntica forma que lo habían hecho algunos de ellos en la selva. Los hombres quedaron estupefactos con mi acto. Había acaparado su atención. Entonces seguí imitándolos logrando que su asombro quedara en el pasado y que las risas fuesen el presente. Me liberaron, pero no hicieron lo mismo con mi familia. Me di cuenta que a ellos no los iban a perdonar. Volví a suplicarles, sin conseguir nada, solamente se detuvieron unos instantes esperando por si alguno de mis hermanos actuaba como lo había hecho yo, pero nadie tenía ese don. Mi padre, tampoco lo tenía. Aunque sabía que si me imitaba se salvaría, optó por comportarse como un gorila.
Varios días después estaba confinado en un reducido espacio, limitado por telarañas rígidas que permitían a curiosos acercarse sin que los lastimara. Fue allí donde me “domesticaron”, designándole dicha tarea a Keobe. Él fue determinante en mi vida, Desde un primer momento supe que sus intenciones eran buenas conmigo. Notó que yo era diferente al resto de mi familia, no sólo por mi aspecto sino también por mi comportamiento, lo que determinó la insólita idea de enseñarme a leer y a escribir.
El idioma lo asimilé rápidamente ya que contaba con la ventaja de haber interpretado a los hombres en la selva. No obstante, nunca podría entablar una conversación, debido a que mis cuerdas vocales difieren de las de los humanos.
Después de aprender el lenguaje, fueron los números los que gobernaron mis pensamientos. Sumar, restar, multiplicar y dividir, era lo que más asombraba a los visitantes. Igualmente, no era mi materia preferida. La historia de la humanidad me intrigaba más. Conocer el pasado ayudaba a reconstruir mi presente.
Las voces decían que era un simio especial, pero no tenían un nombre. Algunos me chiflaban con el objetivo de acaparar mi atención y así sacarme una fotografía. Otros me apodaban de distintas formas, hasta que un día el zoológico decidió realizar un concurso para ponerme un nombre. Un concurso que quedó inconcluso cuando el día anterior a la votación final escribí con crayones bien grande sobre una de las rocas que decoraban mi hogar: “Mi nombre es Barbú”. La elección del nombre tiene un significado, pero lo reservo para mí.
Al zoológico no se molestó mi actitud, es más, sacaron provecho de la misma celebrando a lo grande. Por lo menos un día a la semana había fiesta donde yo siempre era el eje de la atención. Si no era un día patrio, era el supuesto día de mi cumpleaños. Recuerdo que en menos de un año festejé dos veces mi cumpleaños. Argumentaron que para el primero se habían orientado por una fuente imprecisa, pero ya habían corregido aquel error mediante un examen físico con elementos de última tecnología. Al zoológico sólo le interesaba recaudar dinero y los cumpleaños atraían visitantes.
Así transcurrieron mis días en el zoológico como atracción principal. Si no había un evento, pasaba los días con Keobe y con los libros. Sin embargo, durante las noches la melancolía era mi compañía ineludible. Ella acostumbraba a visitarme sin pedir permiso, proyectando en mi mente el fusilamiento de mi padre. Todas las noches mi procreador moría frente a mi vergüenza. Me apenaba volver a escuchar el crujir de sus huesos cuando era mutilado por aquellas ramas brillantes. Y no había alivio, cuando parecía que habían terminado, los bípedos siempre encontraban algo más por rebanar, condenándome, por el resto de mi vida, a tolerar lo insoportable.
El paradero final del cuerpo de mi padre fueron los estómagos de quienes tanto chillaban y sus trozos menos afortunados quedaron atrapados en las encías de aquellos forajidos. El resto de mis familiares fueron intercambiados por papeles y piedras que se destacaban por ser lisas y circulares.
Igualmente, de una forma u otra, siempre contaba con el recuerdo de mis padres. Eso era algo bueno. No estar solo, era definitivamente algo bueno. El director del zoológico pensó lo mismo y me presentaron a “Olivia”, mi nueva acompañante. Una hembra, de figura envidiable, con tan solo unos ochenta kilogramos de peso y dispuesta a conquistar al corazón más áspero. Ellos intentaron ampliar el negocio con un casamiento, una luna de miel, un nacimiento, etc. Olivia a su vez buscaba afecto. Yo imploraba para que esta pesadilla terminara lo más pronto posible. La libertad era lo único que acaparaba mi atención.
Durante el medio año que estuve con Olivia nunca había logrado establecer un vínculo, nuestras evidentes diferencias intelectuales nos distanciaban a tal extremo que tampoco me atrajo físicamente. No obstante, en mi último día, cedí a sus pretensiones. Olivia quería convertirse en madre a toda costa. No sé si le pude dar el hijo que tanto deseaba, pero le di la esperanza de tener uno.
Si tuve un último día en aquella jaula fue por obra de Keobe. Desde hacía varios días manejábamos la posibilidad de escaparme del zoológico. Él sabía que en el zoológico estaba a salvo de cualquier amenaza, aunque también comprendía que no era una forma grata de vida para mí. Por sobre todas las cosas, él deseaba verme feliz. Fue así, que arriesgando su propio trabajo, se acercó con un mameluco blanco extra grande, los mismos que usaba el personal de limpieza, para ocultar, por lo menos un poco, mi pelaje, en la noche de mi huida. Dejó la reja como si estuviera cerrada, pero en realidad sólo había que darle un pequeño empujón.
Afuera del zoológico me esperaba un auto de color negro que pasaba inadvertido en la oscuridad. Al ver al chofer, su rostro me pareció familiar, pero no lo reconocí. Sus ojos denotaban miedo, quizás nunca había tenido tan de cerca a un gorila. Se presentó como un amigo de Keobe y antes de partir me alcanzó un paquete. Adentro del envoltorio había un libro que pertenecía a los expedicionarios que conocí en mi infancia. Era el mismo libro que había hallado después de que mataran a mi madre. No podía imaginarme como Keobe lo había conseguido, solo atinaba aferrarme a él. Ahora podía volver a ver a mi familia y lograr leer lo que antes para mí significó un montón de dibujos diminutos que se repetían de forma desordenada. Mientras el auto se alejaba lo más rápido posible, yo detuve mi vista en un sello impreso en el frente del cuaderno. Decía donde estuvo secuestrado los últimos dieciocho meses. El lugar era un reducto militar. Deduje que allí también estarían los carniceros que se comieron a mi familia.
El auto se detuvo en un lugar que no parecía ser un complejo militar. Era un edificio de tres pisos, allí se encontraban las personas que exterminaron a mi familia. Era un hospital. Me explicó que casi todos los soldados que asesinaron y posteriormente comieron a mi familia estaban internados en aquel hospital. Los más afortunados ya habían perecido. El resto, agonizaba. Según el chofer, varios de mis familiares eran portadores de un virus de inmunodeficiencia, que está estrechamente emparentado con una enfermedad letal para el hombre ya que ataca sus defensas, dejándolos desprotegidos ante el menor resfrío. Al parecer se contagiaron todos aquellos que probaron algo de mis parientes, sumándose así a otros treinta y nueve millones de personas infectadas en el mundo.
Sin embargo, no era todo, el chofer agregó que otros hermanos míos padecían otra enfermedad, cuyos orígenes se remontan a mediados de los años ’70 en un río del Congo. La enfermedad es conocida por provocar elevadas temperaturas y hemorragias gastrointestinales ocasionando un sangrado constante en la boca, oídos, ojos e inclusive en el recto. La forma de transmisión del virus de gorila a hombre era la misma que la anterior.
Para cuando terminó de hablar, ya lo había reconocido. Era el hombre que calló el día que mi familia pereció. Su actual ayuda era un modo de disculparse. El odio me confundió: miedo de ser portador de alguna de aquellas enfermedades; remordimiento por el pasado y compasión por el presente.
Fuimos al puerto. Al salir del auto, el cielo empezó a tornarse anaranjado, pero todavía estaba demasiado oscuro como para que me identifiquen. Mi objetivo era encontrar un barco que me lleve a un lugar que pueda ingresar sin restricciones, donde las leyes estuviesen cubiertas con el polvo del olvido, tanto para el pueblo como para sus dirigentes. Una tierra cuya belleza me hiciera olvidar tantas angustias. Mi destino era Argentina.
Me escondí en un container. Por el apuro me olvidé de los suministros alimenticios para el viaje. El hambre pudo haber deshecho mis esperanzas de un mañana distinto, pero la suerte me acompañó. Viajé junto a dos desertores que contaban con gran cantidad de comida. En ningún momento tuvieron miedo de mí. Al parecer mi popularidad en el zoológico me ayudó a conocerlos más rápido de lo esperado. Había conocido a dos grandes amigos. Romarin y Salomon, eran oriundos de Camerún. Lamentablemente la aduana argentina los descubrió, enviándolos de regreso. No contaron con la fortuna de los asiáticos que viajaron como polizones en el container vecino. Por mi parte me escabullí de la seguridad portuaria, simulando estar dormido. Permanecí en aquel estado por el sencillo razonamiento de que es más fácil manipular a un gorila dormido que a uno despierto. Temía que entraran en pánico y cometieran un acto descabellado, como confundirme con una mula contrabandeando cocaína y tuvieran que abrirme para comprobarlo.
Se necesitó la fuerza de muchos hombres para depositarme en una carretilla en la cual me trasladaron hasta el departamento de aduana. Un empleado recibió la orden de contactarse con el departamento de protección de animales. Al no obtener una respuesta inmediata decidió dejarme solo, circunstancia que aproveché para huir, intentando buscar un sitio donde los árboles se impusieran ante los edificios.
Antes de llegar a cualquier zona poblada de mástiles verdes, en una de las intersecciones de la avenida, había tres disfrazados de animales promocionando una sopa instantánea. La cebra, la jirafa y el rinoceronte acompañaban a una joven repartiendo volantes y muestras gratis a los transeúntes. Me uní a ellos como si yo también participara del elenco.
Mantuve la boca cerrada. Si veían el interior de mi boca, sabrían que en realidad era un gorila. Uno del grupo me preguntó dónde había conseguido el disfraz de gorila, mientras que los otros parecían estar demasiado ocupados sosteniendo el traje que los envolvía. La joven me dio panfletos y me puse a trabajar. Al finalizar la jornada nos levantó una camioneta que nos llevó al depósito. Allí teníamos que devolver los trajes. Evidentemente, los problemas no cesaban de arrinconarme. No quería volver a una jaula ni tampoco ser considerado como un fenómeno. Quería una vida normal. Vivir nuevamente en la selva o probar suerte con el estilo de vida que llevan los hombres.
Como me rehusaba a despojarme del supuesto traje, vino a verme el gerente que tenía el entrecejo fruncido de lo enojado que se encontraba por mi exasperante reacción. Sin embargo su mirada desorientada demostraba que no recordaba la tenencia de un disfraz de gorila tan realista. Agotado de lidiar con su inocencia, aparte a un lado la actuación, exhibiéndoles el tamaño de mis colmillos. Se fueron despavoridos del lugar, excepto uno. Se trataba de una de las tantas personas que recibió en mano el sobre de la sopa en polvo. Curioso, había seguido el rastro de la camioneta. “Barbú” me dijo, allí supe que historias provenientes de otro continente habían arribado a sus oídos. Me ofreció un techo y su amparo, pero mi futuro no era una decisión sencilla. “Quiero ser escritor”, me dije, es tiempo que las cosas cambien, que exista otra perspectiva. Creo que precisamos que la ficción distorsione el pasado, que maraville el presente y que idealice un futuro impensado. Una ficción que acapare el interés del lector introduciéndolo en un mundo de personajes sólo conocidos a través de sus sueños. Escribir relatos que tallen los enredos de diferentes vidas, sembrar la intriga y el desconcierto. Esa es mi meta.
Después de unos meses encerrado en un cuarto presionando teclas para que varias historias se desarrollen en una viva pintura cibernética, decidí vivir como un hombre común: ir al supermercado, pagar las cuentas, disfrutar de una película en el cine, llorar o reír por una obra teatral, gozar la noche porteña. Pero, principalmente, canalizar mis impresiones como escritor.
Yo les enseñaré mi mundo. Espero ser bien recibido por todos ustedes. La fantasía está dando sus primeros pasos. Yo puedo escucharlos. ¿Ustedes pueden?

martes, 28 de julio de 2009

Si supiera.

Si supiera cantar te recitaría una serenata. Si supiera bailar te invitaría a un boliche. Si supiera de tu diabetes no te hubiera traído bombones. Si supiera de tu credo nunca hubiera contado ese chiste. Si supiera que rendías mañana un final, hubiera venido otra noche. Si supiera que le tenés terror a los perros, no me hubiera acercado a rascarle la oreja a ese doberman. Si supiera el camino más corto al hospital, te hubiera evitado la infección contra la rabia. Si supiera mentir, te diría que soy el hombre perfecto para vos. Si supiera tu exacta dirección, jamás hubiera tocado el timbre del departamento de tu hermosa vecina.

sábado, 25 de julio de 2009

El Pendiente.


En la entrada, Eleonora aguardaba a su prometido. Irradiaba un costoso vestido y un delicado maquillaje. No le agradaba que la hicieran esperar. Cuando vio llegar al retrasado, quiso recriminarle su falta de atención, pero se contuvo al advertir en sus manos un estuche forrado con terciopelo negro. En el interior afloró un pendiente de cristal, que con suavidad colocó en su oreja derecha. Él le pidió disculpas, no por la demora, sino porque la había engañado con otra mujer. Una que era caprichosa, envidiosa, altanera y fea. Le dijo que estaba arrepentido de haberle regalado el pendiente izquierdo y que sí quería, podía buscarla porque también estaba en la fiesta.
Eleonara le propino un sopapo y fue en busca de la otra mujer. Frenética y desencajada, recorrió el salón durante horas despeinando a las mujeres con el objeto de hallar el pendiente. Nadie lo tenía; fue al baño para recuperar aire. Abrió la canilla, se llevó agua fresca a la cara y fue justo allí cuando vio el pendiente izquierdo. Su prometido tenía razón: el rubor natural de sus mejillas carecía de humildad y el maquillaje corrido mostraba cuan fea era. El espejo le dijo la verdad. El espejo le dijo porque él la había dejado.

jueves, 16 de julio de 2009

En Revista Ñ


Clarín. Revista Ñ, número 302, Sábado 11/07/2009

Columna: Palabras Cruzadas


El gorila todavía estaba allí.

Extraño episodio en una lectura de poesía.

El autor – en caso el mismo que escribe estas líneas – había tenido relativa suerte. De las lecturas que hasta el momento se habían hecho el jueves 2 en las bibliotecas populares y librerías de la ciudad, por iniciativa de la Sociedad de Escritores (SEA), la suya no se había levantado por la peste. Sentados al acaso en las mesitas de la biblioteca Baldomero Fernández Moreno, las circunstancias parecían disfrutar del sol de media tarde que entraba por las generosas ventanas del viejo edificio cercano a la Chacarita.
¿Suerte? Un público multitudinario hubiese aumentado las posibilidades de todos de contraer la peste, que al día siguiente, según la desaforada cifra del ministro, tenía infectados a más de 100.000 (en ese momento no pasaban de 3.000). Nadie pensaba propiamente en la influenza y esas veredas barriales no la evocaban. De manera que: invierno, sol, buenas ventanas, poca gente en círculo ritual. Lo mejor para… El autor no había iniciado su lectura. Vio que la mirada del poeta Víctor Redondo, el anfitrión, se dirigía – diré que acompañada de alguna palidez – hacia la puerta. La siguió el lector, y entonces vio al gorila.
Era un gorila, sí. Que la mente rauda operación tranquilizadora, juzgó o una visión o un falso gorila, esto es, un disfrazado.
Y era un disfrazado. Porque no bien dio dos pasos se vio que la palma de esas manos parecían de hule.
Es decir, que varios se impresionaron. Hasta que de un modo u otro se supo – el gorila no hablaba – que se trataba de Barbú, “el primer gorila escritor”, un intelectual del mundo salvaje, de quien se registran apariciones en otros eventos y en la Feria del Libro y que hasta esta en Facebook. Un chiste. Salvo que el gorila se empeña en no hablar y se hace entender para permanecer escuchando poemas y luego para sortear un ejemplar de su libro.
Convengamos, diría Poe, que no es frecuente ver un cuervo aposentado sobre un busto de Atenea y graznando “Nunca más”. Ni tampoco un gorila negro en medio del público de una lectura de poesía durante la influenza. Flota un ligero aire siniestro, como sí, cómicamente, la peste hubiese entrado enmascarada.
El autor escucha luego por el receptor del radio taxi que alguien ofrece botellas de alcohol en gel a un precio “conveniente”. No hay gel ni alcohol en las farmacias… ¿Cuál es la peste?

Jorge Aulicino

Poeta y Director adjunto de la Revista Ñ


No hará casi un año que Susana Reinoso escribió la nota “Buenos Aires, ciudad de cuerdos locos” haciendo hincapié en el sacrificio de un novel escritor, casi me desmayó de la alegría y que el Sábado pasado Jorge Aulicino, un autor de semejante envergadura se molestó en mencionarme en su columna, es... justamente el gorila se empeña en no hablar y ahora en no escribir adjetivos de satisfacción. Es muy importante aparecer en ADN Cultura y en la Revista Ñ. Un apoyo anímico muy fuerte para continuar expresando mi imaginación. Es muy importante que Aulicino haya citado audazmente en el título el microcuento por excelencia de Augusto Monterroso “El dinosaurio”: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.” Una comparación que ahorra palabras y compra lectores.
Las fotos en la carpeta de “Leer Despierta!”

domingo, 12 de julio de 2009

El aire que ella respira.


Sin noción del tiempo perdido, arrinconado en la desoladora oscuridad, camino por la vereda de la plaza con la tímida esperanza de que nuestros destinos converjan otra vez. Ella solía leer en el banco donde la plaza terminaba, donde los asmáticos motores, las perturbadoras bocinas y los estrepitosos neumáticos destruían la paz. Ella acostumbraba vestirse de blanco, como una novia a pie del altar, un blanco que hacía contraste con mi soledad, un blanco puro que siempre regresaba a mis sentidos. Ella estaba sentada tal cual la recordaba. Las palpitaciones hicieron despegar mis zapatos de la húmeda vereda. Caminé por las descuidadas baldosas. Guié mis pasos deseosos de volver alcanzar su fragancia a rosas. Me senté a su lado. Ella no notó mi presencia, estaba abstraída por la lectura. Me pregunté si sus carnosos labios tendrían dueño. Tendría que averiguarlo. Afirmé en voz alta que era un hermoso día de sol y una voz masculina a mi lado respondió que lo había sido, cayeron gotas sobre mi rostro y abrió el paraguas protegiéndome de la lluvia mientras me ayudaba a cruzar la calle. La oscuridad manda.

sábado, 4 de julio de 2009

El Velorio

Cuando muere un hijo, no hay parámetros que puedan medir el dolor. Sí es asesinado, la angustia y la rabia se incrementan. Pero en el caso de Cecilia, velar a su hijo, fue además, espantoso, repulsivo; fue un ritual asqueroso. José no sólo había sido asesinado, había sido metamorfoseado. El recuerdo de aquel hedor, que no pudo ser sofocado por los pañuelos, todavía me doblega. Fue impactante y desagradable que juraría haber sentido gusto a nausea.
Su asesino no dejó al José que conocíamos, lo transformó. Su asesino era un caníbal. Por respeto a José, no jalamos la cadena y velamos sus restos a cajón cerrado, pero aún así, nadie se animo a acercarse y mucho menos a besarlo. Solamente se benefició el cementerio, porque gracias a José ahora hay un hermoso jardín.

domingo, 28 de junio de 2009

Génesis

El hombre no fue expulsado del paraíso por “comer del fruto prohibido”. El hombre vive en el Paraíso, sólo que no lo ve por tantos edificios, sólo que no lo huele porque se ahoga con el humo industrial, sólo que no lo pisa porque centenares de civilizaciones apilaron estratos de vergüenzas, sólo que no lo escucha porque minerales como el acero cobraron vida y producen gran estruendo, sólo que no lo paladea porque los besos tienen el gusto del interés y no del amor. El hombre vive en el Paraíso, porque Dios no decidió expulsarlo como se creía; por el contrario, lo premió dándole un poder incapaz de controlar. Un poder que se disfraza de palabra para convencer y de entendimiento para hacer. Un poder que acogió a la fabulación como su hija. Un poder que lo engrandece y lo esclaviza. Gracias a ese poder, el hombre hizo cosas y más cosas, y construyó y construyó más, hasta reducir a polvo las raíces del paraíso.