martes, 28 de julio de 2009

Si supiera.

Si supiera cantar te recitaría una serenata. Si supiera bailar te invitaría a un boliche. Si supiera de tu diabetes no te hubiera traído bombones. Si supiera de tu credo nunca hubiera contado ese chiste. Si supiera que rendías mañana un final, hubiera venido otra noche. Si supiera que le tenés terror a los perros, no me hubiera acercado a rascarle la oreja a ese doberman. Si supiera el camino más corto al hospital, te hubiera evitado la infección contra la rabia. Si supiera mentir, te diría que soy el hombre perfecto para vos. Si supiera tu exacta dirección, jamás hubiera tocado el timbre del departamento de tu hermosa vecina.

sábado, 25 de julio de 2009

El Pendiente.


En la entrada, Eleonora aguardaba a su prometido. Irradiaba un costoso vestido y un delicado maquillaje. No le agradaba que la hicieran esperar. Cuando vio llegar al retrasado, quiso recriminarle su falta de atención, pero se contuvo al advertir en sus manos un estuche forrado con terciopelo negro. En el interior afloró un pendiente de cristal, que con suavidad colocó en su oreja derecha. Él le pidió disculpas, no por la demora, sino porque la había engañado con otra mujer. Una que era caprichosa, envidiosa, altanera y fea. Le dijo que estaba arrepentido de haberle regalado el pendiente izquierdo y que sí quería, podía buscarla porque también estaba en la fiesta.
Eleonara le propino un sopapo y fue en busca de la otra mujer. Frenética y desencajada, recorrió el salón durante horas despeinando a las mujeres con el objeto de hallar el pendiente. Nadie lo tenía; fue al baño para recuperar aire. Abrió la canilla, se llevó agua fresca a la cara y fue justo allí cuando vio el pendiente izquierdo. Su prometido tenía razón: el rubor natural de sus mejillas carecía de humildad y el maquillaje corrido mostraba cuan fea era. El espejo le dijo la verdad. El espejo le dijo porque él la había dejado.

jueves, 16 de julio de 2009

En Revista Ñ


Clarín. Revista Ñ, número 302, Sábado 11/07/2009

Columna: Palabras Cruzadas


El gorila todavía estaba allí.

Extraño episodio en una lectura de poesía.

El autor – en caso el mismo que escribe estas líneas – había tenido relativa suerte. De las lecturas que hasta el momento se habían hecho el jueves 2 en las bibliotecas populares y librerías de la ciudad, por iniciativa de la Sociedad de Escritores (SEA), la suya no se había levantado por la peste. Sentados al acaso en las mesitas de la biblioteca Baldomero Fernández Moreno, las circunstancias parecían disfrutar del sol de media tarde que entraba por las generosas ventanas del viejo edificio cercano a la Chacarita.
¿Suerte? Un público multitudinario hubiese aumentado las posibilidades de todos de contraer la peste, que al día siguiente, según la desaforada cifra del ministro, tenía infectados a más de 100.000 (en ese momento no pasaban de 3.000). Nadie pensaba propiamente en la influenza y esas veredas barriales no la evocaban. De manera que: invierno, sol, buenas ventanas, poca gente en círculo ritual. Lo mejor para… El autor no había iniciado su lectura. Vio que la mirada del poeta Víctor Redondo, el anfitrión, se dirigía – diré que acompañada de alguna palidez – hacia la puerta. La siguió el lector, y entonces vio al gorila.
Era un gorila, sí. Que la mente rauda operación tranquilizadora, juzgó o una visión o un falso gorila, esto es, un disfrazado.
Y era un disfrazado. Porque no bien dio dos pasos se vio que la palma de esas manos parecían de hule.
Es decir, que varios se impresionaron. Hasta que de un modo u otro se supo – el gorila no hablaba – que se trataba de Barbú, “el primer gorila escritor”, un intelectual del mundo salvaje, de quien se registran apariciones en otros eventos y en la Feria del Libro y que hasta esta en Facebook. Un chiste. Salvo que el gorila se empeña en no hablar y se hace entender para permanecer escuchando poemas y luego para sortear un ejemplar de su libro.
Convengamos, diría Poe, que no es frecuente ver un cuervo aposentado sobre un busto de Atenea y graznando “Nunca más”. Ni tampoco un gorila negro en medio del público de una lectura de poesía durante la influenza. Flota un ligero aire siniestro, como sí, cómicamente, la peste hubiese entrado enmascarada.
El autor escucha luego por el receptor del radio taxi que alguien ofrece botellas de alcohol en gel a un precio “conveniente”. No hay gel ni alcohol en las farmacias… ¿Cuál es la peste?

Jorge Aulicino

Poeta y Director adjunto de la Revista Ñ


No hará casi un año que Susana Reinoso escribió la nota “Buenos Aires, ciudad de cuerdos locos” haciendo hincapié en el sacrificio de un novel escritor, casi me desmayó de la alegría y que el Sábado pasado Jorge Aulicino, un autor de semejante envergadura se molestó en mencionarme en su columna, es... justamente el gorila se empeña en no hablar y ahora en no escribir adjetivos de satisfacción. Es muy importante aparecer en ADN Cultura y en la Revista Ñ. Un apoyo anímico muy fuerte para continuar expresando mi imaginación. Es muy importante que Aulicino haya citado audazmente en el título el microcuento por excelencia de Augusto Monterroso “El dinosaurio”: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.” Una comparación que ahorra palabras y compra lectores.
Las fotos en la carpeta de “Leer Despierta!”

domingo, 12 de julio de 2009

El aire que ella respira.


Sin noción del tiempo perdido, arrinconado en la desoladora oscuridad, camino por la vereda de la plaza con la tímida esperanza de que nuestros destinos converjan otra vez. Ella solía leer en el banco donde la plaza terminaba, donde los asmáticos motores, las perturbadoras bocinas y los estrepitosos neumáticos destruían la paz. Ella acostumbraba vestirse de blanco, como una novia a pie del altar, un blanco que hacía contraste con mi soledad, un blanco puro que siempre regresaba a mis sentidos. Ella estaba sentada tal cual la recordaba. Las palpitaciones hicieron despegar mis zapatos de la húmeda vereda. Caminé por las descuidadas baldosas. Guié mis pasos deseosos de volver alcanzar su fragancia a rosas. Me senté a su lado. Ella no notó mi presencia, estaba abstraída por la lectura. Me pregunté si sus carnosos labios tendrían dueño. Tendría que averiguarlo. Afirmé en voz alta que era un hermoso día de sol y una voz masculina a mi lado respondió que lo había sido, cayeron gotas sobre mi rostro y abrió el paraguas protegiéndome de la lluvia mientras me ayudaba a cruzar la calle. La oscuridad manda.

sábado, 4 de julio de 2009

El Velorio

Cuando muere un hijo, no hay parámetros que puedan medir el dolor. Sí es asesinado, la angustia y la rabia se incrementan. Pero en el caso de Cecilia, velar a su hijo, fue además, espantoso, repulsivo; fue un ritual asqueroso. José no sólo había sido asesinado, había sido metamorfoseado. El recuerdo de aquel hedor, que no pudo ser sofocado por los pañuelos, todavía me doblega. Fue impactante y desagradable que juraría haber sentido gusto a nausea.
Su asesino no dejó al José que conocíamos, lo transformó. Su asesino era un caníbal. Por respeto a José, no jalamos la cadena y velamos sus restos a cajón cerrado, pero aún así, nadie se animo a acercarse y mucho menos a besarlo. Solamente se benefició el cementerio, porque gracias a José ahora hay un hermoso jardín.