martes, 15 de junio de 2010

Insomnio.


Cuando la madrugada agoniza, a menudo me pregunto de dónde vengo y de dónde nace aquella inquietud por saberlo. Me revuelco en la cama con la intención de tumbar, aunque sin éxito, aquellas dudas que comparto con el resto de la humanidad. Me persiguen como si yo tuviera la culpa de su existencia. Surgen de aquellos pozos racionales que me faltan rellenar y a los que con resignación, para sentirme completo, remiendo provisoriamente con parches que demandan oraciones de cambio y perdón hacia un ser que aún siendo difícil de imaginar, es fácil de sentir con sólo tocar sus creaciones, con sólo dejar que se unan estrechamente con mis sentimientos, en vínculos que al llorar se enredan hasta romperse, dejando que sus vestigios permanezcan por siempre adornando mi soledad.

Por eso vuelvo a preguntarme tanto de dónde vienen como de dónde vengo, qué causa sus apariciones en un determinado momento y espacio de la supuesta línea recta que traza mi vida; como a su vez, qué hace que me entrometa en sus vidas, en las líneas que ellas trazan, que con otras líneas que quizás nunca vaya a rozar, terminan por formar un enrejado que atrapa mis deseos de saber dónde comienzan dichas líneas, dónde nacen nuestras existencias, dónde hallar nuestros orígenes.

Mis ojos, que de tanto frotármelos están rojos, sólo quieren descansar, pero no pueden porque me desespero por conocer quién plantó el primer árbol, qué sirvió de alimento al primer pez, qué amamantó al primer bebé, quién oculta al sol de la luna todos los días y qué permite que conserve mi aliento. La intolerancia ante la idea de ser un completo ignorante atrofia cada músculo de mi cuerpo. El pánico surge de mis extremidades y llega a mi corazón con el objetivo de paralizarlo de un susto. ¿Cómo no voy a tener miedo? Sin conocimientos, estoy a la deriva, sin brújula que me mantenga en el camino correcto.

El reloj despertador esta a punto de chillar, y me daré por notificado de la llegada del nuevo día gracias a una máquina. Quizás dentro de un año, llegado este preciso instante, el despertador se halle olvidado en un rincón de mi pasado, y quizás no sea un ruido el que me despierte, sino la sensación de asfixia por el calor que abruma mis vías respiratorias. Un calor que sólo se compara con el del desértico Medio Oriente. O quizás me despierte por un desperfecto en aquella usina que mantiene caliente la tienda en el estéril suelo de Alaska. O acaso sea la luna llena, acompañada por los aullidos de una jauría de lobos en lo alto de la montaña, la que me incite a estudiar el comportamiento de estos fantásticos animales. O tal vez no necesite levantarlo, no porque ese día me sorprenda descomponiéndome en un cajón tallado, ni porque esté trabajando de sereno, sino porque me desvelé acunando a mi hijo.

Pensar en un futuro incierto mantiene mi moral elevada, porque son los misterios de la vida los que me mantienen con vida, los que conservan mi aliento y los que me brindan el regocijo de este tiempo conmigo mismo. Si bien es cierto que las dudas que aparecen en la madrugada me privan de varias horas de sueño, fue mi humildad, que debo admitir que no siempre consigo encontrar, la que me hizo aceptar este oficio que emprendo desde que tengo uso de razón, con el fin de descubrir aquellos detalles que hacen de nuestra existencia algo interesante.

Sin misterios por desvelar, sin secretos por desnudar, la vida no tiene intriga. Sin misterios, la vida no puede sorprender a los inocentes ni asustar a los cobardes.

Sin misterios, la vida carece de sentido.

El escritor es un científico sin diploma.

Barbú, el primer gorila escritor.