martes, 9 de febrero de 2010

Enamorado.


Nunca es demasiado tarde para enamorarse.


De un sacudón, ella me despojó de la oscuridad. Me salvó de la miseria y con delicadeza y en forma paulatina, como para que no sintiera un cambio abrupto, logró que el frío circundante hirviera, abrasando a todos mis pecados. Su sonrisa candente iluminó mi rostro acostado, vigorizando mis mejillas, devolviéndome mi vida profanada por el fondo de una botella. Ni la madre de mi hija había sido capaz de brindarme esa misma seguridad que sólo en la cuna pude palpitar.

Sus ojos celestes reavivaron el mar perdido en mis recuerdos. El meneo de su cuerpo era similar al de mi barcaza en el medio del Río de la Plata y su perfume a manzana despertó mi apetito a la merienda que disfrutaba en el ocaso. Su peinado, que caía detrás de su nuca, no fue lo suficiente intimidante para que algunos de sus rizos escandalosos no huyeran del recato generacional, rejuveneciendo así a este marchito marino.

Ella tomó la iniciativa. Me destapó hasta los pies y sin desnudarse, quizás por pudor a hacerlo o pretendiendo conservar el misterio para el final, sujetó una regadera y comenzó a bañarme. El agua borró cada porquería del callejón que se pudiera haber aferrado a mi cuerpo para distanciarme de la sociedad. Pero en ningún momento ella sintió temor a conocerme.

Una vez bañado, con mucha ternura y una pizca de pasión, no tardó en acariciar todo mi ser, mis entrañas. Sin palabras de por medio, sólo a través de sus manos, fue descubriéndome. No le molestó que fuera alcohólico, es más: estaba dispuesto a dejar el vicio si a ella le alteraba, pero sin decir nada me hizo entender que si tenía que dejar de beber, lo tenía que hacer por mí y no por nadie más.

Sus intrépidas manos, definitivamente, robaron mi corazón. Al igual que cualquier mujer, jugaron un poco con él y lo devolvieron a su propietario con esas marcas incurables que solo el amor es capaz de lograr. Después de un masaje capilar, juzgó mis ideas pesándolas en una balanza. Al parecer algo no le gusto de mi modo de pensar y me dejó solo con el alma de su fragancia. No quería que me abandonara como lo había hecho mi hija, aunque es verdad que yo también cometí méritos suficientes para perderla.

Cuando creí que nunca más iba a volver, que mi destino era regresar hacia aquel agujero nauseabundo, apareció con el propósito de dejar todo en su lugar. Deseosa de limpiar cualquier evidencia que la encontrara culpable de los celos de su marido, me cubrió por completo con la sábana, dejándome sólo la tela blanca ante mis ojos y suponiendo que yo sólo había sido un refugio temporario y prohibido.

Ella se equivocó en el diagnóstico final: dijo que la causa de mi descanso fue una cirrosis acumulada sigilosamente durante años. En realidad la causa, la cual yo no comprendí hasta conocerla, fue encontrarla.

No sé si volverá para presentarme su nombre. No sé si mis labios tendrán la oportunidad de sofocarse con los suyos, como tampoco sé si esta vez podré desabotonarle el delantal. Pero de algo estoy seguro: sea cual sea mi destino, ella será quien me empuje a él.



viernes, 5 de febrero de 2010

El beso.


El sobre estaba perfumado. El aroma a rosas despertó mi curiosidad sobre lo que Laura pudo haber escrito. Lo abrí. Estaba escrito a mano y al pie de la carta brillaba el desenlace: la huella roja de sus labios carnosos. Tuve el impulso de machacar el papel de un beso, pero antes decidí leerla. El ritmo de las palabras describía rabia, dolor y abandono. La última oración resumía su contenido: “Jamás serán tuyos”.

Eso lo veremos.

Por lo menos yo tengo un empleo. Memoricé la dirección del remitente para después del recorrido y metí la carta en el morral.

www.laguaridadebarbu.com.ar