Los nervios me exasperan como nunca antes. La ansiedad me está matando. Una nueva Navidad está por venir. Pronto tendré que ponerme el traje rojo. Los niños esperan mi llegada y no los puedo defraudar. Sin embargo, los adultos impiden que les dé los regalos deseados. Las pastillas quieren hacerme olvidar quién era yo, o mejor dicho, quién sigo siendo. Una nueva Navidad está por venir y las paredes acolchadas me separan del mundo.
Todo empezó cuando me di cuenta que mi hijo no recibía regalos de Navidad. En principio le dije que al parecer no hizo suficientes actos buenos para que Papá Noel se acordara de él. Luego entendí que me equivoqué, mi hijo sí había hecho actos buenos: buenas notas en el colegio, siempre presente los domingos en la iglesia, y si algún anciano necesitaba ayuda para cruzar la calle, él estaba para socorrerlo. Entonces comencé a sospechar que Santa había muerto. Me enteré que muchos padres lo imitaban para que sus hijos no se desilusionaran y así mantener vivo el espíritu navideño. Copié el ejemplo y nunca más mi hijo se quedó sin un regalo.
Al pasar las Navidades, las emociones que recorrían mi cuerpo ya no eran las mismas. Ya no me alcanzaba con ver feliz a mi hijo, tenía que esforzarme un poco más. Cada vez que me ponía el traje rojo me sentía como si fuera el verdadero, así que en una Navidad recorrí el vecindario golpeando puerta por puerta, dando regalos. A muchas casas llegué tarde dado que no podía estar en varios lugares a la vez, perdiéndose el encanto de regalar a la medianoche. Esa fue una frustración que me motivo a entrenar mi cuerpo a fin de efectivizar mis tiempos. Un año de entrenamiento que mucho no me sirvió, porque la mayoría de los padres no creían en mí, y por no abrirme las puertas, dejaron sin regalos a muchos niños. Entonces decidí cambiar mi estrategia con respecto a dar un aviso previo, pero por buscar la sorpresa me encontré con el pánico.
Recuerdo muy bien los gritos de las madres, que aún retumban en mis tímpanos. Yo irrumpía en las casas para dar regalos, no para robar. Sin embargo, los hombres de azul no entendieron lo mismo. Me confundieron con un ladrón y me esposaron. Luego, gracias al señor del delantal blanco, conocí las pastillas, que por cierto eran muy coloridas y feas de sabor. Como no las quería, el hombre del delantal blanco se fue, y vino otro con un gran mameluco celeste que me obligaba a quererlas.
Así transcurrieron los días en este aislado cuarto, alejado de los niños, sobre todo de mi hijo. Un día me dijo el señor del delantal blanco: “Dada tu condición perdiste la custodia de tu hijo”. Yo nunca custodié a mi hijo, yo nunca lo vigilé, simplemente lo amé. ¿Por qué los adultos me separan de mi hijo? Lo extraño demasiado, quiero tenerlo cerca de mí. La nostalgia de su flequillo colorado y sus hoyuelos me enloquece. Lloro todas las noches y su ausencia despedaza mi corazón. Una vez hice un berrinche tan grande que el señor del delantal blanco procedió a presentarme otras pastillas de su repertorio. Me dijo que si las tomaba mis lamentos desaparecerían. No pasó nada, pero me hice el tonto y me tranquilicé. Si continuaba con esta actitud, vendrían los pinchazos. A un compañero lo pincharon tanto que dejó de hablar. Sólo abría la boca dejando caer hilos de saliva. Yo no quería quedar así, a pesar que las pastillas lograron dejar algunas lagunas blancas en mi memoria. Tal efecto estremecedor consiguió que perdiera la noción del tiempo, hasta que olvidé la fecha de la última vez que vi a mi hijo. De cualquier manera, debe haber pasado mucho tiempo; ahora mi cuerpo está viejo y arrugado.
Reitero: la ansiedad me está matando. Sabía que pasada la medianoche una nueva Navidad se celebraría. Ésta sería como las de antes. Tengo el traje rojo en mis manos otra vez; eso me da razón suficiente para creer. Por eso estoy un poco inquieto, pronto tendré que ponérmelo. No sé por qué el señor del delantal blanco me lo dio, si hasta parecía enojado. No importa, soy yo nuevamente. Sin embargo faltan los regalos.
No es un detalle sin importancia: ¿Cómo demostraría ser quién soy sin los regalos? ¿Cómo animaría la fiesta con las manos vacías? ¿Cómo? Sin que nadie me responda, con tristeza me pongo el traje rojo.
Soy un fracaso. Tan cerca estaba, pero ahora vaticino una Navidad sin regalos, sin magia. Ni siquiera un pan dulce para compartir. Me siento abatido y sólo una brisa es capaz de despertar la esperanza.
Una corriente fugaz proveniente del exterior de mi cuarto me vitalizó. Otra vez la puerta de mi cuarto se abrió, y me dieron una bolsa llena de postales navideñas y algún que otro pulóver tejido a mano por alguna abuela. No son los mismos regalos que acostumbraba obsequiar, pero sirven. Peor es nada.
Dejan la puerta abierta. Salgo del cuarto. Mis compañeros están reunidos alrededor de un austero árbol navideño. Veo sólo rostros sintéticos, sin vida, que juntos comparten la soledad. Pero el ambiente no me deprime y pienso en positivo. “¡Feliz Navidad!”. Entonces volví... volvieron... volvimos. Sonrisas por regalos es el intercambio. Comprobé que los verdaderos locos están afuera; aquí hay muchas personas buenas, que creen en mí y que están dispuestas a festejar
Sobre todo una a quien no veía hacía bastante tiempo, y que ahora se me presentaba con una apariencia diferente pero reconocible. Su flequillo colorado había desaparecido, se lo notaba más maduro, pero sus hoyuelos se podían distinguirse a pesar de su barba. Mi hijo es el artífice de este maravilloso presente navideño.
Esta noche cada uno tiene su regalo. Yo también tengo uno, el mejor de todos: el abrazo con mi hijo al que tanto extrañé.
No se confundan, el verdadero regalo es siempre la acción y el sujeto, nunca el objeto.
¡Feliz Navidad!
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