Calculo que mi historia empezó a escribirse quince años atrás, cuando mi madre me dio a luz en la república del Congo o en Camerún o quizás Gabón, no sabría especificar cuál es mi país natal. Mis padres no registraron la fecha de mi nacimiento, es más, nosotros nunca recordamos fechas festivas, no nos aferrarnos a ilusiones porque un nuevo año comienza, como tampoco nos reunimos para compartir la nostalgia o rendir obediencia a personas que no podemos ver, atribuyéndoles poderes absolutos. Nos reducimos a respirar el presente. Nos acomodamos, exclusivamente, al lugar que nos corresponde, convirtiéndonos en devotos admiradores de la naturaleza, disfrutamos sus alimentos y reposamos en sus reconfortantes árboles.
Lamentablemente aquella vida fue distorsionada por la imprudencia de ustedes. Mi corta edad no fue obstáculo para recordar mi primer contacto con el hombre. Eran dos. En el primer instante me asusté, pensé que eran camaleones ya que poseían una piel de distintos colores, fácil de reemplazar por otras. Años más tarde, me enteré que no se trataba de su piel, sino de vestimentas que usaban para abrigarse, protegiéndose de los mosquitos y escondiendo, por vergüenza, las partes destinadas a la reproducción. ¿Vergüenza? Todavía intento en vano experimentar aquel síntoma. En fin, aquellas dos personas, se acercaron con el fin de observarme. En ningún momento quisieron lastimarme. Ni a mis padres, ni a mis tíos, ni a mis primos les molestó su presencia, así que a mí tampoco. De sus bocas emanaban sonidos armoniosos. Al cabo de un rato, comencé a entenderlos, deduciendo que aquellos sonidos no eran otra cosa que un lenguaje, que por cierto, era más complejo que el nuestro. A medida que pasaba más tiempo con ellos, todas mis dudas mutaron en conocimientos.
Fueron diecinueve días y diecinueve noches, que estuvieron con nosotros, por lo menos sus registros lo indican así. Al vigésimo día otros hombres nos visitaron. A diferencia de los anteriores, eran oscuros y cargaban en sus brazos ramas que escupían fuego. A pesar de que eran muy ruidosas, a mí no me atemorizaron. Quería saber qué significaba aquel destello discontinuo que ahuyentaba a toda mi familia. Algunos escaparon de forma tan apresurada que tropezaron fuertemente sin conseguir levantarse. Otros treparon a los árboles buscando que el cielo los ampare, pero fue la tierra la que toleró los sucesivos golpes de sus caídas. Por mi parte permanecía inmóvil, contemplando cómo mi familia enloquecía y cómo los dos seres humanos que nos observaron por tantos días, de repente dejaron de hacerlo. Decidieron imitarnos, acostándose en la tierra.
Mis sentidos parecían estar ausentes, recién cobraron vida cuando vi a mi madre sacudirse. Fui hacia ella, que yacía boca arriba. Sus párpados continuaban abiertos, pero sus ojos no me miraban. Sus brazos, que estaban extendidos con las palmas de sus manos bien abiertas, no buscaron un abrazo como acostumbraban hacerlo. Ya no advertía más aquella vibración que tan seguro me hacía sentir cuando ella me aprisionaba contra su pecho. En ese momento era muy chico para entender que era lo que había pasado, pero tengo la certeza que segundos antes de que mi padre me alzara, alejándome de ella y de aquellas malvadas ramas, sentí que su presencia solamente estaría en mis recuerdos. Sentí que por más que mi padre me pusiera a salvo, nunca encontraría refugio.
Finalmente varios de nosotros logramos escapar, pero no por nuestras virtudes, sino porque las ramas se cansaron de escupir tanto fuego y porque los hombres parecían estar satisfechos con la hazaña.
A los dos días volvimos allí. Aquel era nuestro lugar, nuestro hogar, que tan cómodos nos hacía sentir. Misteriosamente mi madre, junto a varios de mis tíos y primos, desapareció. También los dos humanos. Solamente hallé lo que uno de ellos cargaba en su espalda. Adentro de eso había muchos objetos novedosos para mí que me entretuvieron un largo rato: un objeto chato que reflejaba mi rostro del mismo modo que lo hacía el agua, algunas ropas, que en ese entonces creía que eran sus pieles, imágenes mías y de mis familiares adheridas en hojas sin forma y acompañadas de otras imágenes vacías pero repletas de dibujos diminutos que se repetían en forma desordenada pero sin que una se encime sobre otra. En fin, muchas cosas las cuales llegué a entender varios años después en mi cautiverio.
Los siguientes años no fueron otra cosa que revivir aquel día nefasto de mi vida. Las malvadas ramas diezmaron mi familia. Además era dificultoso hallar un lugar propicio para vivir ya que los árboles también desaparecían. Ni en los momentos de tranquilidad conseguía paz. Tenía un defecto físico que me marginaba de mis “hermanos”. Mis brazos eran tan largos como mis piernas y mi postura era mucho más erguida que la de ellos. Casi no precisaba usar mis nudillos como apoyo para desplazarme. Eso me hacía lento y débil comparado con mis hermanos. Estos rasgos se evidenciaron durante mi adolescencia. Por eso muchos comenzaron a ignorarme en los cotidianos escapes de los hombres oscuros o porque no poseía las fuerzas necesarias para trepar hasta lo más alto de un árbol. Inclusive mi padre, que por tanto tiempo me había protegido, optó por la misma e injusta postura. No tenía a nadie que me acicalara la espalda. Nadie con quien columpiarme. Por más que intentara acercarme a ellos, sólo conseguía que se mortifiquen más por mí. Únicamente los recuerdos felices de mi madre eran el aliciente para afrontar el destierro que por dentro sentía.
Sin la protección de mi padre, todos pensaron que mi destino estaba escrito. Que los hombres oscuros me llevarían consigo. Sin embargo, me las ingeniaba para escapar, despertando así el orgullo de mi padre porque a pesar de mis defectos físicos, siempre lograba salir adelante, encontrando el atajo adecuado. Mi inteligencia compensaba mis problemas. Por eso volvió a mi lado, para que partiera las cañas de azúcar que él no podía quebrar. Mi padre creía que si mi familia me seguía cuando las ramas escupieran fuego, todos lograríamos escapar. Si yo que tenía defectos físicos conseguía escapar, cómo no lo harían los demás.
Al principio tuvo razón, yo no los defraude. Él se había encargado de convencer al resto que me siguiera. Entonces anticipé las huellas que iban a imprimir los hombres en la tierra. Adiviné sus corazonadas. Por años mantuve a mi grupo vivo. Sólo el Dios del que hablan los hombres, decidía quién vivía y quién no. Comenzaron aceptarme con mis defectos y mis virtudes, aunque lo más importante fue que yo empecé aceptarme a mí mismo. Los defectos los transformé en virtudes perdurando como tales hasta que me convertí en adulto. Cansado de escapar, creía que tenía la suficiente madurez para afrontar la situación que nos venía hostigando desde que tengo memoria.
Había decidido que yo daría las órdenes, manteniéndome alejado del combate. No porque fuera débil comparado con mis hermanos, ya que eso no me privaba de la capacidad de doblegar a cualquier hombre, sino porque no quería mancharme las manos con sangre. No obstante, me equivoqué terriblemente. Al haber comandado los ataques, me ensucié hasta el cuello con sangre, pero mi cabeza se mantuvo limpia como castigo: mis ojos se horrorizaron al ver cómo mis hermanos morían, dejando en mis oídos, gemidos desgarradores.
El inicio de la emboscada fue exitoso, rápidamente redujimos a los hombres oscuros. La naturaleza nos brindó el ambiente ideal. Nos ocultamos tanto que ni siquiera nosotros alcanzábamos a vislumbrarlos, aunque nuestro olfato marcaba la diferencia, presintiendo el miedo que se les escurría por sus mejillas. Además, nuestra sensible audición percibió como sus indecisos y temerosos pasos los delataban. Los depredadores pasaron a ser los depredados. Gozábamos la victoria golpeando nuestros pechos con los puños. Algunos escaparon, porque nosotros tuvimos piedad cuando clamaron por sus vidas. El terror que se dibujó en sus rostros me enseñó que el acto de arrodillarse juntando las manos a la altura de la cabeza, era un acto de súplica. Ese fue un error imperdonable. Nunca debimos dejarlos en libertad. Volvieron con más hombres, algunos blancos, semejantes a los que conocí antes de que mi madre fuese un recuerdo. Poseían más que malvadas ramas. Traían otros artefactos que yo no conocía. Inclusive había algunos que eran tan grandes que los llevaban tanto por tierra como por aire. A los afortunados, entre los cuales estuvimos mi padre y yo, nos capturó una telaraña gigante que nos elevó por encima de los árboles, alejándonos por siempre de nuestro hogar.
Todos nosotros, vivos y muertos, terminamos en un lugar donde habitaban más hombres. Nos metieron en una cueva que la sellaron con una fila de dientes lo suficientemente largos para que no pudiésemos escapar. Parecía ser una boca gigante que nos masticaba lentamente. Antes del anochecer se acercaron cinco hombres. Tres cargaban en sus brazos una rama y en sus cinturas una liana que sujetaba otra rama, pero estas a diferencia de las otras que eran ruidosas y opacas, eran silenciosas y brillantes. Dos hombres no paraban de intercambiar palabras, que lamentablemente yo no entendía. Suponía que discutían qué hacer con nosotros. Parecían estar en desacuerdo, hasta que uno calló, concediéndole la razón al otro, que con un solo gesto ordenó a las ramas que nos apuntaran. Sabía que iban a rugir y que la muerte era nuestro próximo destino. Tenía que evitarlo. Por eso me aproximé hasta los dientes que nos separaban de ellos, suplicando por mi vida y por la de mi familia de idéntica forma que lo habían hecho algunos de ellos en la selva. Los hombres quedaron estupefactos con mi acto. Había acaparado su atención. Entonces seguí imitándolos logrando que su asombro quedara en el pasado y que las risas fuesen el presente. Me liberaron, pero no hicieron lo mismo con mi familia. Me di cuenta que a ellos no los iban a perdonar. Volví a suplicarles, sin conseguir nada, solamente se detuvieron unos instantes esperando por si alguno de mis hermanos actuaba como lo había hecho yo, pero nadie tenía ese don. Mi padre, tampoco lo tenía. Aunque sabía que si me imitaba se salvaría, optó por comportarse como un gorila.
Varios días después estaba confinado en un reducido espacio, limitado por telarañas rígidas que permitían a curiosos acercarse sin que los lastimara. Fue allí donde me “domesticaron”, designándole dicha tarea a Keobe. Él fue determinante en mi vida, Desde un primer momento supe que sus intenciones eran buenas conmigo. Notó que yo era diferente al resto de mi familia, no sólo por mi aspecto sino también por mi comportamiento, lo que determinó la insólita idea de enseñarme a leer y a escribir.
El idioma lo asimilé rápidamente ya que contaba con la ventaja de haber interpretado a los hombres en la selva. No obstante, nunca podría entablar una conversación, debido a que mis cuerdas vocales difieren de las de los humanos.
Después de aprender el lenguaje, fueron los números los que gobernaron mis pensamientos. Sumar, restar, multiplicar y dividir, era lo que más asombraba a los visitantes. Igualmente, no era mi materia preferida. La historia de la humanidad me intrigaba más. Conocer el pasado ayudaba a reconstruir mi presente.
Las voces decían que era un simio especial, pero no tenían un nombre. Algunos me chiflaban con el objetivo de acaparar mi atención y así sacarme una fotografía. Otros me apodaban de distintas formas, hasta que un día el zoológico decidió realizar un concurso para ponerme un nombre. Un concurso que quedó inconcluso cuando el día anterior a la votación final escribí con crayones bien grande sobre una de las rocas que decoraban mi hogar: “Mi nombre es Barbú”. La elección del nombre tiene un significado, pero lo reservo para mí.
Al zoológico no se molestó mi actitud, es más, sacaron provecho de la misma celebrando a lo grande. Por lo menos un día a la semana había fiesta donde yo siempre era el eje de la atención. Si no era un día patrio, era el supuesto día de mi cumpleaños. Recuerdo que en menos de un año festejé dos veces mi cumpleaños. Argumentaron que para el primero se habían orientado por una fuente imprecisa, pero ya habían corregido aquel error mediante un examen físico con elementos de última tecnología. Al zoológico sólo le interesaba recaudar dinero y los cumpleaños atraían visitantes.
Así transcurrieron mis días en el zoológico como atracción principal. Si no había un evento, pasaba los días con Keobe y con los libros. Sin embargo, durante las noches la melancolía era mi compañía ineludible. Ella acostumbraba a visitarme sin pedir permiso, proyectando en mi mente el fusilamiento de mi padre. Todas las noches mi procreador moría frente a mi vergüenza. Me apenaba volver a escuchar el crujir de sus huesos cuando era mutilado por aquellas ramas brillantes. Y no había alivio, cuando parecía que habían terminado, los bípedos siempre encontraban algo más por rebanar, condenándome, por el resto de mi vida, a tolerar lo insoportable.
El paradero final del cuerpo de mi padre fueron los estómagos de quienes tanto chillaban y sus trozos menos afortunados quedaron atrapados en las encías de aquellos forajidos. El resto de mis familiares fueron intercambiados por papeles y piedras que se destacaban por ser lisas y circulares.
Igualmente, de una forma u otra, siempre contaba con el recuerdo de mis padres. Eso era algo bueno. No estar solo, era definitivamente algo bueno. El director del zoológico pensó lo mismo y me presentaron a “Olivia”, mi nueva acompañante. Una hembra, de figura envidiable, con tan solo unos ochenta kilogramos de peso y dispuesta a conquistar al corazón más áspero. Ellos intentaron ampliar el negocio con un casamiento, una luna de miel, un nacimiento, etc. Olivia a su vez buscaba afecto. Yo imploraba para que esta pesadilla terminara lo más pronto posible. La libertad era lo único que acaparaba mi atención.
Durante el medio año que estuve con Olivia nunca había logrado establecer un vínculo, nuestras evidentes diferencias intelectuales nos distanciaban a tal extremo que tampoco me atrajo físicamente. No obstante, en mi último día, cedí a sus pretensiones. Olivia quería convertirse en madre a toda costa. No sé si le pude dar el hijo que tanto deseaba, pero le di la esperanza de tener uno.
Si tuve un último día en aquella jaula fue por obra de Keobe. Desde hacía varios días manejábamos la posibilidad de escaparme del zoológico. Él sabía que en el zoológico estaba a salvo de cualquier amenaza, aunque también comprendía que no era una forma grata de vida para mí. Por sobre todas las cosas, él deseaba verme feliz. Fue así, que arriesgando su propio trabajo, se acercó con un mameluco blanco extra grande, los mismos que usaba el personal de limpieza, para ocultar, por lo menos un poco, mi pelaje, en la noche de mi huida. Dejó la reja como si estuviera cerrada, pero en realidad sólo había que darle un pequeño empujón.
Afuera del zoológico me esperaba un auto de color negro que pasaba inadvertido en la oscuridad. Al ver al chofer, su rostro me pareció familiar, pero no lo reconocí. Sus ojos denotaban miedo, quizás nunca había tenido tan de cerca a un gorila. Se presentó como un amigo de Keobe y antes de partir me alcanzó un paquete. Adentro del envoltorio había un libro que pertenecía a los expedicionarios que conocí en mi infancia. Era el mismo libro que había hallado después de que mataran a mi madre. No podía imaginarme como Keobe lo había conseguido, solo atinaba aferrarme a él. Ahora podía volver a ver a mi familia y lograr leer lo que antes para mí significó un montón de dibujos diminutos que se repetían de forma desordenada. Mientras el auto se alejaba lo más rápido posible, yo detuve mi vista en un sello impreso en el frente del cuaderno. Decía donde estuvo secuestrado los últimos dieciocho meses. El lugar era un reducto militar. Deduje que allí también estarían los carniceros que se comieron a mi familia.
El auto se detuvo en un lugar que no parecía ser un complejo militar. Era un edificio de tres pisos, allí se encontraban las personas que exterminaron a mi familia. Era un hospital. Me explicó que casi todos los soldados que asesinaron y posteriormente comieron a mi familia estaban internados en aquel hospital. Los más afortunados ya habían perecido. El resto, agonizaba. Según el chofer, varios de mis familiares eran portadores de un virus de inmunodeficiencia, que está estrechamente emparentado con una enfermedad letal para el hombre ya que ataca sus defensas, dejándolos desprotegidos ante el menor resfrío. Al parecer se contagiaron todos aquellos que probaron algo de mis parientes, sumándose así a otros treinta y nueve millones de personas infectadas en el mundo.
Sin embargo, no era todo, el chofer agregó que otros hermanos míos padecían otra enfermedad, cuyos orígenes se remontan a mediados de los años ’70 en un río del Congo. La enfermedad es conocida por provocar elevadas temperaturas y hemorragias gastrointestinales ocasionando un sangrado constante en la boca, oídos, ojos e inclusive en el recto. La forma de transmisión del virus de gorila a hombre era la misma que la anterior.
Para cuando terminó de hablar, ya lo había reconocido. Era el hombre que calló el día que mi familia pereció. Su actual ayuda era un modo de disculparse. El odio me confundió: miedo de ser portador de alguna de aquellas enfermedades; remordimiento por el pasado y compasión por el presente.
Fuimos al puerto. Al salir del auto, el cielo empezó a tornarse anaranjado, pero todavía estaba demasiado oscuro como para que me identifiquen. Mi objetivo era encontrar un barco que me lleve a un lugar que pueda ingresar sin restricciones, donde las leyes estuviesen cubiertas con el polvo del olvido, tanto para el pueblo como para sus dirigentes. Una tierra cuya belleza me hiciera olvidar tantas angustias. Mi destino era Argentina.
Me escondí en un container. Por el apuro me olvidé de los suministros alimenticios para el viaje. El hambre pudo haber deshecho mis esperanzas de un mañana distinto, pero la suerte me acompañó. Viajé junto a dos desertores que contaban con gran cantidad de comida. En ningún momento tuvieron miedo de mí. Al parecer mi popularidad en el zoológico me ayudó a conocerlos más rápido de lo esperado. Había conocido a dos grandes amigos. Romarin y Salomon, eran oriundos de Camerún. Lamentablemente la aduana argentina los descubrió, enviándolos de regreso. No contaron con la fortuna de los asiáticos que viajaron como polizones en el container vecino. Por mi parte me escabullí de la seguridad portuaria, simulando estar dormido. Permanecí en aquel estado por el sencillo razonamiento de que es más fácil manipular a un gorila dormido que a uno despierto. Temía que entraran en pánico y cometieran un acto descabellado, como confundirme con una mula contrabandeando cocaína y tuvieran que abrirme para comprobarlo.
Se necesitó la fuerza de muchos hombres para depositarme en una carretilla en la cual me trasladaron hasta el departamento de aduana. Un empleado recibió la orden de contactarse con el departamento de protección de animales. Al no obtener una respuesta inmediata decidió dejarme solo, circunstancia que aproveché para huir, intentando buscar un sitio donde los árboles se impusieran ante los edificios.
Antes de llegar a cualquier zona poblada de mástiles verdes, en una de las intersecciones de la avenida, había tres disfrazados de animales promocionando una sopa instantánea. La cebra, la jirafa y el rinoceronte acompañaban a una joven repartiendo volantes y muestras gratis a los transeúntes. Me uní a ellos como si yo también participara del elenco.
Mantuve la boca cerrada. Si veían el interior de mi boca, sabrían que en realidad era un gorila. Uno del grupo me preguntó dónde había conseguido el disfraz de gorila, mientras que los otros parecían estar demasiado ocupados sosteniendo el traje que los envolvía. La joven me dio panfletos y me puse a trabajar. Al finalizar la jornada nos levantó una camioneta que nos llevó al depósito. Allí teníamos que devolver los trajes. Evidentemente, los problemas no cesaban de arrinconarme. No quería volver a una jaula ni tampoco ser considerado como un fenómeno. Quería una vida normal. Vivir nuevamente en la selva o probar suerte con el estilo de vida que llevan los hombres.
Como me rehusaba a despojarme del supuesto traje, vino a verme el gerente que tenía el entrecejo fruncido de lo enojado que se encontraba por mi exasperante reacción. Sin embargo su mirada desorientada demostraba que no recordaba la tenencia de un disfraz de gorila tan realista. Agotado de lidiar con su inocencia, aparte a un lado la actuación, exhibiéndoles el tamaño de mis colmillos. Se fueron despavoridos del lugar, excepto uno. Se trataba de una de las tantas personas que recibió en mano el sobre de la sopa en polvo. Curioso, había seguido el rastro de la camioneta. “Barbú” me dijo, allí supe que historias provenientes de otro continente habían arribado a sus oídos. Me ofreció un techo y su amparo, pero mi futuro no era una decisión sencilla. “Quiero ser escritor”, me dije, es tiempo que las cosas cambien, que exista otra perspectiva. Creo que precisamos que la ficción distorsione el pasado, que maraville el presente y que idealice un futuro impensado. Una ficción que acapare el interés del lector introduciéndolo en un mundo de personajes sólo conocidos a través de sus sueños. Escribir relatos que tallen los enredos de diferentes vidas, sembrar la intriga y el desconcierto. Esa es mi meta.
Después de unos meses encerrado en un cuarto presionando teclas para que varias historias se desarrollen en una viva pintura cibernética, decidí vivir como un hombre común: ir al supermercado, pagar las cuentas, disfrutar de una película en el cine, llorar o reír por una obra teatral, gozar la noche porteña. Pero, principalmente, canalizar mis impresiones como escritor.
Yo les enseñaré mi mundo. Espero ser bien recibido por todos ustedes. La fantasía está dando sus primeros pasos. Yo puedo escucharlos. ¿Ustedes pueden?
Lamentablemente aquella vida fue distorsionada por la imprudencia de ustedes. Mi corta edad no fue obstáculo para recordar mi primer contacto con el hombre. Eran dos. En el primer instante me asusté, pensé que eran camaleones ya que poseían una piel de distintos colores, fácil de reemplazar por otras. Años más tarde, me enteré que no se trataba de su piel, sino de vestimentas que usaban para abrigarse, protegiéndose de los mosquitos y escondiendo, por vergüenza, las partes destinadas a la reproducción. ¿Vergüenza? Todavía intento en vano experimentar aquel síntoma. En fin, aquellas dos personas, se acercaron con el fin de observarme. En ningún momento quisieron lastimarme. Ni a mis padres, ni a mis tíos, ni a mis primos les molestó su presencia, así que a mí tampoco. De sus bocas emanaban sonidos armoniosos. Al cabo de un rato, comencé a entenderlos, deduciendo que aquellos sonidos no eran otra cosa que un lenguaje, que por cierto, era más complejo que el nuestro. A medida que pasaba más tiempo con ellos, todas mis dudas mutaron en conocimientos.
Fueron diecinueve días y diecinueve noches, que estuvieron con nosotros, por lo menos sus registros lo indican así. Al vigésimo día otros hombres nos visitaron. A diferencia de los anteriores, eran oscuros y cargaban en sus brazos ramas que escupían fuego. A pesar de que eran muy ruidosas, a mí no me atemorizaron. Quería saber qué significaba aquel destello discontinuo que ahuyentaba a toda mi familia. Algunos escaparon de forma tan apresurada que tropezaron fuertemente sin conseguir levantarse. Otros treparon a los árboles buscando que el cielo los ampare, pero fue la tierra la que toleró los sucesivos golpes de sus caídas. Por mi parte permanecía inmóvil, contemplando cómo mi familia enloquecía y cómo los dos seres humanos que nos observaron por tantos días, de repente dejaron de hacerlo. Decidieron imitarnos, acostándose en la tierra.
Mis sentidos parecían estar ausentes, recién cobraron vida cuando vi a mi madre sacudirse. Fui hacia ella, que yacía boca arriba. Sus párpados continuaban abiertos, pero sus ojos no me miraban. Sus brazos, que estaban extendidos con las palmas de sus manos bien abiertas, no buscaron un abrazo como acostumbraban hacerlo. Ya no advertía más aquella vibración que tan seguro me hacía sentir cuando ella me aprisionaba contra su pecho. En ese momento era muy chico para entender que era lo que había pasado, pero tengo la certeza que segundos antes de que mi padre me alzara, alejándome de ella y de aquellas malvadas ramas, sentí que su presencia solamente estaría en mis recuerdos. Sentí que por más que mi padre me pusiera a salvo, nunca encontraría refugio.
Finalmente varios de nosotros logramos escapar, pero no por nuestras virtudes, sino porque las ramas se cansaron de escupir tanto fuego y porque los hombres parecían estar satisfechos con la hazaña.
A los dos días volvimos allí. Aquel era nuestro lugar, nuestro hogar, que tan cómodos nos hacía sentir. Misteriosamente mi madre, junto a varios de mis tíos y primos, desapareció. También los dos humanos. Solamente hallé lo que uno de ellos cargaba en su espalda. Adentro de eso había muchos objetos novedosos para mí que me entretuvieron un largo rato: un objeto chato que reflejaba mi rostro del mismo modo que lo hacía el agua, algunas ropas, que en ese entonces creía que eran sus pieles, imágenes mías y de mis familiares adheridas en hojas sin forma y acompañadas de otras imágenes vacías pero repletas de dibujos diminutos que se repetían en forma desordenada pero sin que una se encime sobre otra. En fin, muchas cosas las cuales llegué a entender varios años después en mi cautiverio.
Los siguientes años no fueron otra cosa que revivir aquel día nefasto de mi vida. Las malvadas ramas diezmaron mi familia. Además era dificultoso hallar un lugar propicio para vivir ya que los árboles también desaparecían. Ni en los momentos de tranquilidad conseguía paz. Tenía un defecto físico que me marginaba de mis “hermanos”. Mis brazos eran tan largos como mis piernas y mi postura era mucho más erguida que la de ellos. Casi no precisaba usar mis nudillos como apoyo para desplazarme. Eso me hacía lento y débil comparado con mis hermanos. Estos rasgos se evidenciaron durante mi adolescencia. Por eso muchos comenzaron a ignorarme en los cotidianos escapes de los hombres oscuros o porque no poseía las fuerzas necesarias para trepar hasta lo más alto de un árbol. Inclusive mi padre, que por tanto tiempo me había protegido, optó por la misma e injusta postura. No tenía a nadie que me acicalara la espalda. Nadie con quien columpiarme. Por más que intentara acercarme a ellos, sólo conseguía que se mortifiquen más por mí. Únicamente los recuerdos felices de mi madre eran el aliciente para afrontar el destierro que por dentro sentía.
Sin la protección de mi padre, todos pensaron que mi destino estaba escrito. Que los hombres oscuros me llevarían consigo. Sin embargo, me las ingeniaba para escapar, despertando así el orgullo de mi padre porque a pesar de mis defectos físicos, siempre lograba salir adelante, encontrando el atajo adecuado. Mi inteligencia compensaba mis problemas. Por eso volvió a mi lado, para que partiera las cañas de azúcar que él no podía quebrar. Mi padre creía que si mi familia me seguía cuando las ramas escupieran fuego, todos lograríamos escapar. Si yo que tenía defectos físicos conseguía escapar, cómo no lo harían los demás.
Al principio tuvo razón, yo no los defraude. Él se había encargado de convencer al resto que me siguiera. Entonces anticipé las huellas que iban a imprimir los hombres en la tierra. Adiviné sus corazonadas. Por años mantuve a mi grupo vivo. Sólo el Dios del que hablan los hombres, decidía quién vivía y quién no. Comenzaron aceptarme con mis defectos y mis virtudes, aunque lo más importante fue que yo empecé aceptarme a mí mismo. Los defectos los transformé en virtudes perdurando como tales hasta que me convertí en adulto. Cansado de escapar, creía que tenía la suficiente madurez para afrontar la situación que nos venía hostigando desde que tengo memoria.
Había decidido que yo daría las órdenes, manteniéndome alejado del combate. No porque fuera débil comparado con mis hermanos, ya que eso no me privaba de la capacidad de doblegar a cualquier hombre, sino porque no quería mancharme las manos con sangre. No obstante, me equivoqué terriblemente. Al haber comandado los ataques, me ensucié hasta el cuello con sangre, pero mi cabeza se mantuvo limpia como castigo: mis ojos se horrorizaron al ver cómo mis hermanos morían, dejando en mis oídos, gemidos desgarradores.
El inicio de la emboscada fue exitoso, rápidamente redujimos a los hombres oscuros. La naturaleza nos brindó el ambiente ideal. Nos ocultamos tanto que ni siquiera nosotros alcanzábamos a vislumbrarlos, aunque nuestro olfato marcaba la diferencia, presintiendo el miedo que se les escurría por sus mejillas. Además, nuestra sensible audición percibió como sus indecisos y temerosos pasos los delataban. Los depredadores pasaron a ser los depredados. Gozábamos la victoria golpeando nuestros pechos con los puños. Algunos escaparon, porque nosotros tuvimos piedad cuando clamaron por sus vidas. El terror que se dibujó en sus rostros me enseñó que el acto de arrodillarse juntando las manos a la altura de la cabeza, era un acto de súplica. Ese fue un error imperdonable. Nunca debimos dejarlos en libertad. Volvieron con más hombres, algunos blancos, semejantes a los que conocí antes de que mi madre fuese un recuerdo. Poseían más que malvadas ramas. Traían otros artefactos que yo no conocía. Inclusive había algunos que eran tan grandes que los llevaban tanto por tierra como por aire. A los afortunados, entre los cuales estuvimos mi padre y yo, nos capturó una telaraña gigante que nos elevó por encima de los árboles, alejándonos por siempre de nuestro hogar.
Todos nosotros, vivos y muertos, terminamos en un lugar donde habitaban más hombres. Nos metieron en una cueva que la sellaron con una fila de dientes lo suficientemente largos para que no pudiésemos escapar. Parecía ser una boca gigante que nos masticaba lentamente. Antes del anochecer se acercaron cinco hombres. Tres cargaban en sus brazos una rama y en sus cinturas una liana que sujetaba otra rama, pero estas a diferencia de las otras que eran ruidosas y opacas, eran silenciosas y brillantes. Dos hombres no paraban de intercambiar palabras, que lamentablemente yo no entendía. Suponía que discutían qué hacer con nosotros. Parecían estar en desacuerdo, hasta que uno calló, concediéndole la razón al otro, que con un solo gesto ordenó a las ramas que nos apuntaran. Sabía que iban a rugir y que la muerte era nuestro próximo destino. Tenía que evitarlo. Por eso me aproximé hasta los dientes que nos separaban de ellos, suplicando por mi vida y por la de mi familia de idéntica forma que lo habían hecho algunos de ellos en la selva. Los hombres quedaron estupefactos con mi acto. Había acaparado su atención. Entonces seguí imitándolos logrando que su asombro quedara en el pasado y que las risas fuesen el presente. Me liberaron, pero no hicieron lo mismo con mi familia. Me di cuenta que a ellos no los iban a perdonar. Volví a suplicarles, sin conseguir nada, solamente se detuvieron unos instantes esperando por si alguno de mis hermanos actuaba como lo había hecho yo, pero nadie tenía ese don. Mi padre, tampoco lo tenía. Aunque sabía que si me imitaba se salvaría, optó por comportarse como un gorila.
Varios días después estaba confinado en un reducido espacio, limitado por telarañas rígidas que permitían a curiosos acercarse sin que los lastimara. Fue allí donde me “domesticaron”, designándole dicha tarea a Keobe. Él fue determinante en mi vida, Desde un primer momento supe que sus intenciones eran buenas conmigo. Notó que yo era diferente al resto de mi familia, no sólo por mi aspecto sino también por mi comportamiento, lo que determinó la insólita idea de enseñarme a leer y a escribir.
El idioma lo asimilé rápidamente ya que contaba con la ventaja de haber interpretado a los hombres en la selva. No obstante, nunca podría entablar una conversación, debido a que mis cuerdas vocales difieren de las de los humanos.
Después de aprender el lenguaje, fueron los números los que gobernaron mis pensamientos. Sumar, restar, multiplicar y dividir, era lo que más asombraba a los visitantes. Igualmente, no era mi materia preferida. La historia de la humanidad me intrigaba más. Conocer el pasado ayudaba a reconstruir mi presente.
Las voces decían que era un simio especial, pero no tenían un nombre. Algunos me chiflaban con el objetivo de acaparar mi atención y así sacarme una fotografía. Otros me apodaban de distintas formas, hasta que un día el zoológico decidió realizar un concurso para ponerme un nombre. Un concurso que quedó inconcluso cuando el día anterior a la votación final escribí con crayones bien grande sobre una de las rocas que decoraban mi hogar: “Mi nombre es Barbú”. La elección del nombre tiene un significado, pero lo reservo para mí.
Al zoológico no se molestó mi actitud, es más, sacaron provecho de la misma celebrando a lo grande. Por lo menos un día a la semana había fiesta donde yo siempre era el eje de la atención. Si no era un día patrio, era el supuesto día de mi cumpleaños. Recuerdo que en menos de un año festejé dos veces mi cumpleaños. Argumentaron que para el primero se habían orientado por una fuente imprecisa, pero ya habían corregido aquel error mediante un examen físico con elementos de última tecnología. Al zoológico sólo le interesaba recaudar dinero y los cumpleaños atraían visitantes.
Así transcurrieron mis días en el zoológico como atracción principal. Si no había un evento, pasaba los días con Keobe y con los libros. Sin embargo, durante las noches la melancolía era mi compañía ineludible. Ella acostumbraba a visitarme sin pedir permiso, proyectando en mi mente el fusilamiento de mi padre. Todas las noches mi procreador moría frente a mi vergüenza. Me apenaba volver a escuchar el crujir de sus huesos cuando era mutilado por aquellas ramas brillantes. Y no había alivio, cuando parecía que habían terminado, los bípedos siempre encontraban algo más por rebanar, condenándome, por el resto de mi vida, a tolerar lo insoportable.
El paradero final del cuerpo de mi padre fueron los estómagos de quienes tanto chillaban y sus trozos menos afortunados quedaron atrapados en las encías de aquellos forajidos. El resto de mis familiares fueron intercambiados por papeles y piedras que se destacaban por ser lisas y circulares.
Igualmente, de una forma u otra, siempre contaba con el recuerdo de mis padres. Eso era algo bueno. No estar solo, era definitivamente algo bueno. El director del zoológico pensó lo mismo y me presentaron a “Olivia”, mi nueva acompañante. Una hembra, de figura envidiable, con tan solo unos ochenta kilogramos de peso y dispuesta a conquistar al corazón más áspero. Ellos intentaron ampliar el negocio con un casamiento, una luna de miel, un nacimiento, etc. Olivia a su vez buscaba afecto. Yo imploraba para que esta pesadilla terminara lo más pronto posible. La libertad era lo único que acaparaba mi atención.
Durante el medio año que estuve con Olivia nunca había logrado establecer un vínculo, nuestras evidentes diferencias intelectuales nos distanciaban a tal extremo que tampoco me atrajo físicamente. No obstante, en mi último día, cedí a sus pretensiones. Olivia quería convertirse en madre a toda costa. No sé si le pude dar el hijo que tanto deseaba, pero le di la esperanza de tener uno.
Si tuve un último día en aquella jaula fue por obra de Keobe. Desde hacía varios días manejábamos la posibilidad de escaparme del zoológico. Él sabía que en el zoológico estaba a salvo de cualquier amenaza, aunque también comprendía que no era una forma grata de vida para mí. Por sobre todas las cosas, él deseaba verme feliz. Fue así, que arriesgando su propio trabajo, se acercó con un mameluco blanco extra grande, los mismos que usaba el personal de limpieza, para ocultar, por lo menos un poco, mi pelaje, en la noche de mi huida. Dejó la reja como si estuviera cerrada, pero en realidad sólo había que darle un pequeño empujón.
Afuera del zoológico me esperaba un auto de color negro que pasaba inadvertido en la oscuridad. Al ver al chofer, su rostro me pareció familiar, pero no lo reconocí. Sus ojos denotaban miedo, quizás nunca había tenido tan de cerca a un gorila. Se presentó como un amigo de Keobe y antes de partir me alcanzó un paquete. Adentro del envoltorio había un libro que pertenecía a los expedicionarios que conocí en mi infancia. Era el mismo libro que había hallado después de que mataran a mi madre. No podía imaginarme como Keobe lo había conseguido, solo atinaba aferrarme a él. Ahora podía volver a ver a mi familia y lograr leer lo que antes para mí significó un montón de dibujos diminutos que se repetían de forma desordenada. Mientras el auto se alejaba lo más rápido posible, yo detuve mi vista en un sello impreso en el frente del cuaderno. Decía donde estuvo secuestrado los últimos dieciocho meses. El lugar era un reducto militar. Deduje que allí también estarían los carniceros que se comieron a mi familia.
El auto se detuvo en un lugar que no parecía ser un complejo militar. Era un edificio de tres pisos, allí se encontraban las personas que exterminaron a mi familia. Era un hospital. Me explicó que casi todos los soldados que asesinaron y posteriormente comieron a mi familia estaban internados en aquel hospital. Los más afortunados ya habían perecido. El resto, agonizaba. Según el chofer, varios de mis familiares eran portadores de un virus de inmunodeficiencia, que está estrechamente emparentado con una enfermedad letal para el hombre ya que ataca sus defensas, dejándolos desprotegidos ante el menor resfrío. Al parecer se contagiaron todos aquellos que probaron algo de mis parientes, sumándose así a otros treinta y nueve millones de personas infectadas en el mundo.
Sin embargo, no era todo, el chofer agregó que otros hermanos míos padecían otra enfermedad, cuyos orígenes se remontan a mediados de los años ’70 en un río del Congo. La enfermedad es conocida por provocar elevadas temperaturas y hemorragias gastrointestinales ocasionando un sangrado constante en la boca, oídos, ojos e inclusive en el recto. La forma de transmisión del virus de gorila a hombre era la misma que la anterior.
Para cuando terminó de hablar, ya lo había reconocido. Era el hombre que calló el día que mi familia pereció. Su actual ayuda era un modo de disculparse. El odio me confundió: miedo de ser portador de alguna de aquellas enfermedades; remordimiento por el pasado y compasión por el presente.
Fuimos al puerto. Al salir del auto, el cielo empezó a tornarse anaranjado, pero todavía estaba demasiado oscuro como para que me identifiquen. Mi objetivo era encontrar un barco que me lleve a un lugar que pueda ingresar sin restricciones, donde las leyes estuviesen cubiertas con el polvo del olvido, tanto para el pueblo como para sus dirigentes. Una tierra cuya belleza me hiciera olvidar tantas angustias. Mi destino era Argentina.
Me escondí en un container. Por el apuro me olvidé de los suministros alimenticios para el viaje. El hambre pudo haber deshecho mis esperanzas de un mañana distinto, pero la suerte me acompañó. Viajé junto a dos desertores que contaban con gran cantidad de comida. En ningún momento tuvieron miedo de mí. Al parecer mi popularidad en el zoológico me ayudó a conocerlos más rápido de lo esperado. Había conocido a dos grandes amigos. Romarin y Salomon, eran oriundos de Camerún. Lamentablemente la aduana argentina los descubrió, enviándolos de regreso. No contaron con la fortuna de los asiáticos que viajaron como polizones en el container vecino. Por mi parte me escabullí de la seguridad portuaria, simulando estar dormido. Permanecí en aquel estado por el sencillo razonamiento de que es más fácil manipular a un gorila dormido que a uno despierto. Temía que entraran en pánico y cometieran un acto descabellado, como confundirme con una mula contrabandeando cocaína y tuvieran que abrirme para comprobarlo.
Se necesitó la fuerza de muchos hombres para depositarme en una carretilla en la cual me trasladaron hasta el departamento de aduana. Un empleado recibió la orden de contactarse con el departamento de protección de animales. Al no obtener una respuesta inmediata decidió dejarme solo, circunstancia que aproveché para huir, intentando buscar un sitio donde los árboles se impusieran ante los edificios.
Antes de llegar a cualquier zona poblada de mástiles verdes, en una de las intersecciones de la avenida, había tres disfrazados de animales promocionando una sopa instantánea. La cebra, la jirafa y el rinoceronte acompañaban a una joven repartiendo volantes y muestras gratis a los transeúntes. Me uní a ellos como si yo también participara del elenco.
Mantuve la boca cerrada. Si veían el interior de mi boca, sabrían que en realidad era un gorila. Uno del grupo me preguntó dónde había conseguido el disfraz de gorila, mientras que los otros parecían estar demasiado ocupados sosteniendo el traje que los envolvía. La joven me dio panfletos y me puse a trabajar. Al finalizar la jornada nos levantó una camioneta que nos llevó al depósito. Allí teníamos que devolver los trajes. Evidentemente, los problemas no cesaban de arrinconarme. No quería volver a una jaula ni tampoco ser considerado como un fenómeno. Quería una vida normal. Vivir nuevamente en la selva o probar suerte con el estilo de vida que llevan los hombres.
Como me rehusaba a despojarme del supuesto traje, vino a verme el gerente que tenía el entrecejo fruncido de lo enojado que se encontraba por mi exasperante reacción. Sin embargo su mirada desorientada demostraba que no recordaba la tenencia de un disfraz de gorila tan realista. Agotado de lidiar con su inocencia, aparte a un lado la actuación, exhibiéndoles el tamaño de mis colmillos. Se fueron despavoridos del lugar, excepto uno. Se trataba de una de las tantas personas que recibió en mano el sobre de la sopa en polvo. Curioso, había seguido el rastro de la camioneta. “Barbú” me dijo, allí supe que historias provenientes de otro continente habían arribado a sus oídos. Me ofreció un techo y su amparo, pero mi futuro no era una decisión sencilla. “Quiero ser escritor”, me dije, es tiempo que las cosas cambien, que exista otra perspectiva. Creo que precisamos que la ficción distorsione el pasado, que maraville el presente y que idealice un futuro impensado. Una ficción que acapare el interés del lector introduciéndolo en un mundo de personajes sólo conocidos a través de sus sueños. Escribir relatos que tallen los enredos de diferentes vidas, sembrar la intriga y el desconcierto. Esa es mi meta.
Después de unos meses encerrado en un cuarto presionando teclas para que varias historias se desarrollen en una viva pintura cibernética, decidí vivir como un hombre común: ir al supermercado, pagar las cuentas, disfrutar de una película en el cine, llorar o reír por una obra teatral, gozar la noche porteña. Pero, principalmente, canalizar mis impresiones como escritor.
Yo les enseñaré mi mundo. Espero ser bien recibido por todos ustedes. La fantasía está dando sus primeros pasos. Yo puedo escucharlos. ¿Ustedes pueden?
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