Nunca es demasiado tarde para enamorarse.
De un sacudón, ella me despojó de la oscuridad. Me salvó de la miseria y con delicadeza y en forma paulatina, como para que no sintiera un cambio abrupto, logró que el frío circundante hirviera, abrasando a todos mis pecados. Su sonrisa candente iluminó mi rostro acostado, vigorizando mis mejillas, devolviéndome mi vida profanada por el fondo de una botella. Ni la madre de mi hija había sido capaz de brindarme esa misma seguridad que sólo en la cuna pude palpitar.
Sus ojos celestes reavivaron el mar perdido en mis recuerdos. El meneo de su cuerpo era similar al de mi barcaza en el medio del Río de
Ella tomó la iniciativa. Me destapó hasta los pies y sin desnudarse, quizás por pudor a hacerlo o pretendiendo conservar el misterio para el final, sujetó una regadera y comenzó a bañarme. El agua borró cada porquería del callejón que se pudiera haber aferrado a mi cuerpo para distanciarme de la sociedad. Pero en ningún momento ella sintió temor a conocerme.
Una vez bañado, con mucha ternura y una pizca de pasión, no tardó en acariciar todo mi ser, mis entrañas. Sin palabras de por medio, sólo a través de sus manos, fue descubriéndome. No le molestó que fuera alcohólico, es más: estaba dispuesto a dejar el vicio si a ella le alteraba, pero sin decir nada me hizo entender que si tenía que dejar de beber, lo tenía que hacer por mí y no por nadie más.
Sus intrépidas manos, definitivamente, robaron mi corazón. Al igual que cualquier mujer, jugaron un poco con él y lo devolvieron a su propietario con esas marcas incurables que solo el amor es capaz de lograr. Después de un masaje capilar, juzgó mis ideas pesándolas en una balanza. Al parecer algo no le gusto de mi modo de pensar y me dejó solo con el alma de su fragancia. No quería que me abandonara como lo había hecho mi hija, aunque es verdad que yo también cometí méritos suficientes para perderla.
Cuando creí que nunca más iba a volver, que mi destino era regresar hacia aquel agujero nauseabundo, apareció con el propósito de dejar todo en su lugar. Deseosa de limpiar cualquier evidencia que la encontrara culpable de los celos de su marido, me cubrió por completo con la sábana, dejándome sólo la tela blanca ante mis ojos y suponiendo que yo sólo había sido un refugio temporario y prohibido.
Ella se equivocó en el diagnóstico final: dijo que la causa de mi descanso fue una cirrosis acumulada sigilosamente durante años. En realidad la causa, la cual yo no comprendí hasta conocerla, fue encontrarla.
No sé si volverá para presentarme su nombre. No sé si mis labios tendrán la oportunidad de sofocarse con los suyos, como tampoco sé si esta vez podré desabotonarle el delantal. Pero de algo estoy seguro: sea cual sea mi destino, ella será quien me empuje a él.
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