En la entrada, Eleonora aguardaba a su prometido. Irradiaba un costoso vestido y un delicado maquillaje. No le agradaba que la hicieran esperar. Cuando vio llegar al retrasado, quiso recriminarle su falta de atención, pero se contuvo al advertir en sus manos un estuche forrado con terciopelo negro. En el interior afloró un pendiente de cristal, que con suavidad colocó en su oreja derecha. Él le pidió disculpas, no por la demora, sino porque la había engañado con otra mujer. Una que era caprichosa, envidiosa, altanera y fea. Le dijo que estaba arrepentido de haberle regalado el pendiente izquierdo y que sí quería, podía buscarla porque también estaba en la fiesta.
Eleonara le propino un sopapo y fue en busca de la otra mujer. Frenética y desencajada, recorrió el salón durante horas despeinando a las mujeres con el objeto de hallar el pendiente. Nadie lo tenía; fue al baño para recuperar aire. Abrió la canilla, se llevó agua fresca a la cara y fue justo allí cuando vio el pendiente izquierdo. Su prometido tenía razón: el rubor natural de sus mejillas carecía de humildad y el maquillaje corrido mostraba cuan fea era. El espejo le dijo la verdad. El espejo le dijo porque él la había dejado.
Eleonara le propino un sopapo y fue en busca de la otra mujer. Frenética y desencajada, recorrió el salón durante horas despeinando a las mujeres con el objeto de hallar el pendiente. Nadie lo tenía; fue al baño para recuperar aire. Abrió la canilla, se llevó agua fresca a la cara y fue justo allí cuando vio el pendiente izquierdo. Su prometido tenía razón: el rubor natural de sus mejillas carecía de humildad y el maquillaje corrido mostraba cuan fea era. El espejo le dijo la verdad. El espejo le dijo porque él la había dejado.
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